La anécdota no deja de tener su encanto: en una entrevista con la revista Variety, el actor Kevin Spacey contó cómo recientemente cayó en la cuenta de que nunca ha salido en una película de Woody Allen, por lo cual decidió escribirle una carta para presentarse —«como un actor del que acaso haya oído, o quizás no»— y también para obsequiarle una suscripción a Netflix, a fin de que pudiera ver la serie House of Cards, protagonizada y producida por él. Allen respondió amablemente, pero Spacey ya no dijo si irá a darle chamba o no; tampoco si habrá visto ya la serie. En todo caso, el episodio me deja pensando en los nuevos modos que el cine y la televisión tienen de llegar hasta nosotros, concretamente en lo que se refiere a Netflix, servicio de difusión en línea al que hay que suscribirse y que con la serie mencionada comenzó a generar contenidos exclusivos que sólo pueden verse así.
Estos cambios son más impresionantes cuando se aprecian desde la perspectiva de la propia edad: al recordar, por ejemplo, cómo hace unas dos décadas y media aún había que ir al cine para ver películas, prácticamente no había distinciones entre televisión abierta y televisión por cable (porque esta última era privilegio de unos cuantos, y además existía sólo en el Valle de México; también había parabólicas, pero nomás en las azoteas de los muy ricos), estábamos lejos de figurarnos nada parecido a internet y el mundo, en suma, era infinitamente más pequeño. Las series había que esperar a que las dieran, semana a semana, invariablemente dobladas al español, y lo más asombroso, en mi experiencia, es haber podido seguir así muchas —desde la infancia, en tiempos que me ingeniaba para robarle a las telenovelas de mi mamá, a los noticieros de mi papá o a mis propios dibujos animados. Y muchas películas mexicanas, que sólo en la tele había modo de verlas.
La noche del día que se «liberó» House of Cards, en Neflix, vi de un jalón cuatro episodios de una hora cada uno. La despaché completa en dos noches más: una estupenda trama de intriga política en Washington, de ribetes shakespereanos (aunque ¿qué no es shakespereano a estas alturas?) y cuya continuación ya está filmándose. Pero lo mejor estaba por llegar con la cuarta temporada de Arrested Development, estrenada, entera también, el 26 de mayo pasado. Tras haberse transmitido, a la manera convencional, entre 2003 y 2006, esta serie de narrativa vertiginosa y delirante resultó óptima para relanzarse de este nuevo modo, pues ya ni siquiera importa el orden en que se vean los capítulos. Sí, hay una historia que progresa (las peripecias de una familia de lunáticos en torno a las fechorías financieras del papá y la mamá, básicamente), pero a la vez es la crónica polifónica y poliédrica de un instante culminante, y por tanto propicia un espectro inagotable de lecturas y revisiones, razón por la cual es una forma absolutamente inédita de hacer televisión (o cine, o lo que sea). Ni Woody Allen ni nadie debería perdérselo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 20 de junio de 2013.
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