Qué tanto hace que José Luis Cuevas era todo un figurín: apuesto, seductor, con un aire de insolencia y arrogancia muy propio de quien se tiene por alguien favorecido por la fortuna y es celebrado por sus admiradores. Hace algunos años, ignoro si todavía, en el museo que lleva su nombre en el centro de la Ciudad de México, al ascender por una escalinata uno se encontraba con la fotografía silueteada en tamaño natural del pintor, en disfraz de vaquerito y posando como cuatrero que desenfunda las pistolas, puesta ahí para besarla: estaba llena de marcas de pintalabios. El penúltimo «niño terrible» del arte mexicano (siempre brotará alguno más), en buena medida gracias a su omnipresencia en los movimientos y en las inmediaciones de los personajes más conspicuos de la cultura nacional del último medio siglo, Cuevas era un artista cuya obra consistía, en buena medida, en la proliferación mediática y egotista de su propia persona. Ello, desde luego, no quiere decir nada en contra de la valía de su trabajo creativo, que debería juzgarse, de ser posible, desde perspectivas despreocupadas de los malentendidos de la fama. Pero el hecho es que quiso fama, mucha, la tuvo, la usufructuó durante mucho tiempo, y ahora está siendo su víctima de un modo absolutamente horrible.
Adicto a su propia imagen, Cuevas se tomaba una fotografía cada día. O casi: en el mismo museo, según su sitio web, se conserva un acervo de más de 12 mil, disponibles para la curiosidad de los interesados. (Es significativo que su debut haya sido el autorretrato, como «niño obrero», con que ganó un concurso de la Secretaría de Educación Pública a los seis o siete años de edad). Algo parecido sucedía con su «Cuevario», la columna periodística en la que desde 1985, primero en un diario, luego en otro, luego autopublicándola en internet, daba cuenta, sobre todo, de sí mismo: sus pareceres, pero además las incidencias de la vida íntima y del ámbito doméstico, los modos en que su celebridad se esparcía por el mundo (frecuentemente usaba la tercera persona para referir sus andanzas), sus recuerdos, sus amores.
El drama exhibido estos días, en horario estelar, es deplorable. Nos lo han mostrado desvalido y atrapado entre la mujer y las hijas, que para arrebatárselo no escatiman pormenores: sabemos, incluso, cómo éstas lo habrían hallado en el escusado, con los calzones en los tobillos y embarrado con sus deyecciones. Le hemos visto una pierna tumefacta; hemos conocido su mirada, otrora brillante por la mera alegría de ser José Luis Cuevas, arrinconada tras los tubos de oxígeno mientras se ve en la odiosa obligación de dar explicaciones y recontar su desventura como un viejo enfermo y aterrado. ¿Y alguien se acuerda de que existe algo llamado pudor? El diccionario de la RAE da dos acepciones para esta palabra: una es «honestidad, modestia, recato», o sea todo lo que ha faltado en este asunto, y otra, en desuso, que es «mal olor, hedor»: lo que lo infesta, para nuestro entretenimiento inclemente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de abril de 2013.
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