¡Cuidado!

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«¡Cuidado, Michael! Mis sensores indican...». ¡Tuc! Un manotazo alevoso cae sobre la nuca del héroe, que se desploma en el acto. ¿Lo agarraron a la mala? Sí y no: es cierto que el villano llegó por detrás y salió de lo oscurito, pero también es cierto que el héroe estaba siendo alertado, a través de su reloj-radiocomunicador, nada menos que por su compañero hipertecnologizado y sagaz (bueno, ni tan sagaz: parece que esta vez sus «sensores» detectaron el peligro demasiado tarde, y por tanto no alcanzó a advertirle al héroe que se volteara para que eludiera el zape). Claro: el hecho es que apenas van quince minutos y qué cortita —y qué aburrida— sería la historia si el héroe y su camarada no cometieran uno que otro error. ¡Quince minutos y, sin embargo, han transcurrido ya tantas tonterías! Una conversación, por ejemplo, en que el héroe, Michael, va diciéndole a Kitt, su pareja, que si la moda no existiera (ambos se dirigen a presenciar una sesión fotográfica donde contactarán a una modelo —güerita, de nariz respingada y copete esponjoso—, personaje que los introducirá al misterio de esta ocasión) y si Detroit no hubiera evolucionado según su capricho, él, Kitt, sería un Ford Modelo T. ¿Ya se sabe en qué estamos? Un viaje casi alucinógeno al arranque de los años 80: el Canal Retro, donde la indolencia del pulgar sobre los botones del control remoto nos ha conducido a un episodio de la serie que por aquel tiempo —es seguro, por inverosímil que pueda parecer— causó auténtico furor: El Auto Increíble (o Knight Rider, su pretensioso título en el inglés original).
Los encuentros así de inesperados con semejantes emisarios del pasado pueden causar una impresión poco saludable: al calcular cuánto tiempo tuvo que haber corrido entre los días en que la sensación era un coche parlante y éstos, en que topárselo de nuevo en la tele equivale a hacer un lamentable hallazgo arqueológico (las ruinas de nuestra propia ingenuidad), nadie puede sino consternarse y, enseguida, correr a un espejo para comprobar cómo en esos instantes brotó un puñado más de canas. Tecito de por medio, para pasar el susto, lo que sigue es reflexionar concienzudamente —durante los anuncios, desde luego— acerca de qué tan responsables serán los hacedores del bodrio (y la televisora que lo puso a nuestro alcance) de los descalabros y los desfiguros que, en materia de apreciación estética, nos aguardaban durante las dos décadas que seguirían a las noches en que veíamos circular el coche famoso con su chofer medio tarado al volante. (En el episodio de marras, Michael se empeña en hundir el acelerador aun cuando tiene un tráiler enfrente, y Kitt, prudentemente, se aplica a sí mismo los frenos, para después burlarse de su tripulante). La reflexión puede extenderse por semanas si nos ponemos a rememorar otros «hitos» de nuestra educación televisiva: ¿por qué dimos en ver cosas tan malhechas y tan bobas? Qué se le va a hacer: lo visto, visto está. Quince minutos han bastado. Felizmente, el control remoto aquí está.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 27 de abril de 2007.

En órbita

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La noticia, que se dio a conocer hace más de una semana, pasó más bien inadvertida: según reveló alguna fuente autorizada (un astronauta, parece), Bill Gates, el dueño de Microsoft (aunque, a estas alturas, ¿hace falta aclarar quién es?), se ha propuesto ingresar al exclusivo club de los «turistas espaciales», es decir, el reducido grupo de los multimillonarios que pagan por abordar una nave que los lleva a pasear más allá de la estratosfera. Para qué hacen esto, no acaba de quedar muy claro: quizás sea la emoción, que nadie va a discutirles, de contemplar el planeta desde lejos —acaso para deleitarse apreciando lo desolado que luce sin ellos, y tanto mejor si aquí abajo se quedan los paisanos desquiciados que de repente la emprenden a balazos contra sus compañeros de universidad... claro, quizás no venga muy al caso la observación, pero qué alivio debe ser salir tantito de la Tierra mientras anda suelta gente como el coreano endemoniado—; puede que los mueva eso que se da en llamar «espíritu aventurero», y desde luego que cualquiera está en su derecho de saltar en paracaídas, escalar montañas, bucear o cualquier otra necedad por el mero gusto de hacerlo, y sobre todo si lo hace con su dinero, por ocioso que pueda parecernos a quienes hallamos igual o más excitante una buena siestecita enfrente del televisor. El caso es que, por lo visto, el nerd más exitoso de la historia está a punto de darse el gusto de ser astronauta por un rato, así sirva para maldita la cosa su presencia en la tripulación de la nave que le haga lugar.
Debe de ser bonito: romperse el lomo trabajando toda una vida para amasar la fortuna más gorda del mundo; proceder, entonces, a romperles algo más que el lomo a quienes opongan dificultades para que dicha fortuna engorde más todavía, y luego, cuando ya se ha alcanzado a disponer de un poder que, como imaginará todo mortal, no hay imaginación que le dé alcance, permitirse una excentricidad a tono. Bill Gates, Carlos Slim, gente así: ¿qué piensan cuando piensan en el dinero que tienen? Hay preguntas, claro, que no tiene sentido hacerse. En un número reciente dedicado a los sueños, la revista Picnic publicó las fotos de varios hombres a los que se les solicitó escribir en una cartulina qué harían si se ganaban el Melate (el fotógrafo, se entiende, los sorprendía al salir de un expendio, luego de que habían comprado su boleta). Uno, el más viejo, que mira a la lente con recelo, anotó que se dedicaría a coleccionar coches clásicos; otro, de aspecto desastrado, se decidió por la medida más pragmática: escribió que invertiría «en una franquicia de postres»; uno más, de mirada cansada y traje cansado, se aventó a una posibilidad tan descabellada como heroica: potabilizaría el agua del mar. Y otro, el más sonriente de todos, fue el que sin duda tuvo la mejor idea: puso que viajaría a la Luna. Pues eso: ¿cuál podría ser la diferencia entre este camarada y Bill Gates?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 20 de abril de 2007.

Seinfeld Lost Episode - Kramer At The Laugh Factory

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¡Caído en desgracia!

¡Otras!

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Buen tema para plática de cantina: hace algunos años, en el talk-show de María Laria (¿alguien lo recuerda? ¿No? Qué bueno), apareció un curioso personaje que vestía chamarrita tamaulipeca y llevaba tejana, y que fijaba la mirada en el suelo con una mezcla de estupor y melancolía senil. Con las canas teñidas, lo mismo que el bigote, bien recortadito, el viejo iba acompañado por una mujer esperpéntica —una especie de representante plenipotenciaria, además de novia o esposa o algo así—, y era difícil decidir qué resultaba más escalofriante: el desamparo del hombre, la furia de la mujer o la razón que los tenía allí, en un estudio de Miami, revelando al mundo la noticia del siglo (del siglo 20, claro, y del siglo 20 mexicano, para decirlo con toda precisión): ese anciano deprimido y deprimente era Pedro Infante. ¿La prueba? La placa metálica en el cráneo, que se distinguía perfectamente cuando el hombre se levantaba la tejana y la cámara hacía el big close-up de rigor.
Felizmente, los recuerdos como éste acaban por confundirse con la fantasía. Si no, pobres de los que han visto a Elvis Presley subir a un coche en un estacionamiento de Chicago, y pobres de quienes tuvimos la pésima suerte de ver el show de María Laria esa vez. Porque, de proponernos demostrar nuestro atroz descubrimiento, tendríamos que rellenar con explicaciones exhaustivas los huecos en la historia que ha corrido desde el avionazo en Mérida, hace 50 años. Y ni que uno estuviera loco o no tuviera nada que hacer, además de que a la identidad nacional pocas cosas le convienen tanto como dar por perdido al ídolo, pues en México los héroes únicamente pueden serlo si están muertos (y si murieron jóvenes tanto mejor: los dudosos fantasmitas de Chapultepec, pongamos por caso). Pero, momento: ¿Pedrito Infante es todavía un ídolo, o sólo es que a Televisa le resulta redituable seguir dándole ese tratamiento? No parece probable que las nuevas generaciones traigan en el iPod sus grandes éxitos, para oírlos una y otra vez. De cualquier manera, ya se prepara la serie que lo recordará (¡con Sherlyn en el papel de su esposa!), y este domingo se transmitirá hasta por internet la misa conmemorativa en la Catedral de la Ciudad de México; se imprime el billete de lotería, se afina el festejo en la esquina exacta donde se estrelló la avioneta, los diputados (siempre tan atentos a tareas tan urgentes y relevantes) estudian la creación de una medalla en memoria del carpintero de Guamúchil, una de las viudas anda convenciendo a Marcelo Ebrard de que Pepe Aguilar y Vicente Fernández tomen el Zócalo... Ah, y un ingenioso director de cine clonará digitalmente a Pedrito para que protagonice una nueva película: ¿Jurassic Tizoc? (Nomás Chachita no ha querido participar en ningún homenaje. ¿Qué secreto podrido se lo impedirá? ¿O nomás es por odiosa?). Y de toda esta melcocha memoriosa difícilmente nos vamos a escapar. ¡Otras!

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 13 de abril de 2007.

¿Así o más alto?

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El local de una inmobiliaria en la colonia Chapalita, una pollería en Santa Teresita, buena parte de las agencias automotrices en cualquier rumbo (particularmente las de López Mateos, pasandito Plaza del Sol, antesito de la Av. Conchitas), una multitud de tiendas de ropa en el centro, ¡los malditos camiones repartidores de gas!, el naranjero desalmado que conduce su camioneta por Talpita, zapaterías, colchonerías, almacenes de artículos electrodomésticos, el edificio de los teléfonos celulares en Chapultepec, entre Efraín González Luna y Montenegro, las «grabadoras» pantagruélicas y móviles que ciertas estaciones de radio hacen circular por la ciudad... Lo peor de las malas ideas es la rapidez con que cunden y ganan adeptos que las ponen en práctica de inmediato, para que enseguida otros sigan el ejemplo y a su vez lo pongan a otros más. ¿Quién fue el primer idiota que creyó que el ruido es una buena estrategia publicitaria? El ruido: las estridencias que cualquiera se siente con derecho de sacar a la calle para atraer la atención de quienes pasemos por ahí, se supone, mediante el recurso de reventarnos los tímpanos con los berridos de algún locutor o con cualquier música (aunque no, no cualquiera: infaliblemente es un éxito «grupero» que a los empleados de la agencia automotriz, de la pollería o de la tienda de bikinis de seguro los tiene fascinados).
¿Las ventas andan bajas? Fácil: saquen a la calle unas bocinas que ya quisiera el grupo Sepultura para un concierto en el estadio de Maracaná, suban el volumen hasta que rebase el umbral del dolor y cause lesiones irreversibles, y el resto corre por cuenta de El Coyote y su banda Tierra Santa —o como sea que se llame la inmundicia que esté pegando más. No tiene caso preguntarse si quienes proceden así creen deveras que su estrategia funciona: están convencidísimos. Imaginan que, al oír el estruendo, uno va a frenar en seco y va a entrar a comprarse una casa o un buró. Tampoco tiene sentido cuestionar si nadie les habrá puesto un alto alguna vez, en esta tierra de autoridades convenencieras y elusivas. (Quizás no parezca venir mucho a cuento, pero sí: ¿qué tal acaba de zafarse el Gobernador González de su responsabilidad —que la tiene— como vigilante del buen empleo del erario, al disculpar tácitamente a la administración anterior por la babosada formidable del paso a desnivel de Las Rosas? «Yo no creo que sea cuestiones [sic] de responsabilidades», declaró, «sino de respuesta a una problemática que existe, que ya existía y que en su momento no se atendió [sic, sic]». ¡Eso es todo! Así vamos sabiendo a qué atenernos).
La peste está declarada, y parece imposible de erradicar. Del restaurante que dispone de terraza y la aprovecha —y de paso toda la calle— para que retumbe la tambora al predicador que se instala en una plaza, con el debido equipo de sonido, la ciudad está tomada por esta ruidosa forma de «publicidad» que a cualquier cretino se le antoja. Y no hay modo de escapar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 6 de abril de 2007.