En la casa donde pasé la infancia se aparecía «El Monjito». La falta de evidencias inapelables estaba sobradamente compensada por la voluntad de creer y por el supuesto sustento histórico que facilitaba la ubicación del terreno, en el barrio de las Nueve Esquinas, a unos pasos de donde hubo un convento franciscano y justo donde éste habría tenido la huerta y el camposanto, en un rumbo que ya había comenzado a deshacerse de su naturaleza residencial, lo que tenía el efecto de un despoblamiento imparable, sobre todo los fines de semana y por las noches. Era, además, una casona con techos altos y muros gruesos que acentuaban las oscuridades y los silencios, y en éstos se multiplicaban los ruidos extraños: era desasosegante hallarse ahí a solas. O sea que las condiciones estaban dadas para que nuestra imaginación admitiera con naturalidad muy poco racional la presencia del espectro, cuya denominación procedía, creo, de la descripción que habría dado el tío Ramón, cuando venía del pueblo y pernoctaba en la sala: una figura encapuchada que lo despertaba y cuya peculiaridad mejor era su enanismo. Mucho después un sobrinito corrobororaría esa descripción, con lo que la aparición recurrente se volvió indudable por la patraña comúnmente aceptada de que los niños no mienten. Pero antes de eso ya «El Monjito» había dado indicaciones a la tía Concha —esposa del tío Ramón— para que reventáramos el piso de una recámara donde estaría esperándonos un tesoro, cosa que hicimos puntualmente. Y cuál: ahorita estaríamos viviendo en Malibú.
No es la mejor historia de fantasmas que conozco, pero sí la única en que he tenido un papel, con mi terror de muchas noches a que aquel franciscanito ocioso decidiera procurarme. (La mejor historia se la debo a mi papá, ya la contaré en otra ocasión: es sobre una muerta que le estrechó las manos, y es la única que creo sin ningún reparo). El punto es que, a muchos años luz de la infancia, veo que probablemente fue en la presencia de «El Monjito» donde se originó mi aversión radical a toda forma de espanto, particularmente las que la gente se procura por gusto, por ejemplo en el cine o en la lectura: cuando he visto películas de terror —cosa que evito a toda costa desde hace mucho— me la he pasado francamente mal, y si en una novela empieza a haber atrocidades, la dejo de inmediato (la única excepción es con Cormac McCarthy, autor que me ha dado pesadillas: aunque con él no se trata de lo sobrenatural, y seguramente eso es más temible). Porque, además, bastantes sustos ha de llevarse uno en la vida: el taladro del dentista, una intimación de Hacienda, la cifra ominosa que reporta la báscula, un espectacular con la jeta de un candidato en campaña, el periódico de todos los días. Qué le voy a hacer: destesto el Halloween (que además es tan cursi) y todo lo que hay alrededor. Y con el Día de Muertos tampoco me llevo nada bien: qué afán de acercarse tan insensatamente a lo que habría que preferir que se postergue indefinidamente.
No es la mejor historia de fantasmas que conozco, pero sí la única en que he tenido un papel, con mi terror de muchas noches a que aquel franciscanito ocioso decidiera procurarme. (La mejor historia se la debo a mi papá, ya la contaré en otra ocasión: es sobre una muerta que le estrechó las manos, y es la única que creo sin ningún reparo). El punto es que, a muchos años luz de la infancia, veo que probablemente fue en la presencia de «El Monjito» donde se originó mi aversión radical a toda forma de espanto, particularmente las que la gente se procura por gusto, por ejemplo en el cine o en la lectura: cuando he visto películas de terror —cosa que evito a toda costa desde hace mucho— me la he pasado francamente mal, y si en una novela empieza a haber atrocidades, la dejo de inmediato (la única excepción es con Cormac McCarthy, autor que me ha dado pesadillas: aunque con él no se trata de lo sobrenatural, y seguramente eso es más temible). Porque, además, bastantes sustos ha de llevarse uno en la vida: el taladro del dentista, una intimación de Hacienda, la cifra ominosa que reporta la báscula, un espectacular con la jeta de un candidato en campaña, el periódico de todos los días. Qué le voy a hacer: destesto el Halloween (que además es tan cursi) y todo lo que hay alrededor. Y con el Día de Muertos tampoco me llevo nada bien: qué afán de acercarse tan insensatamente a lo que habría que preferir que se postergue indefinidamente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de octubre de 2011.