Larsen es un hombre de estampa entre patética y lamentable, distinguido por un pasado infame, por sus modos groseros y por sus ambiciones —ridículas— de prosperar en sociedad. Ha vuelto a Santa María, de donde años atrás había huido luego de urdir un negocio repugnante. Ha vuelto y se ha fijado en dos cosas: una, la hija infantiloide de Jeremías Petrus, el dueño del astillero que en algún tiempo remotísimo dio lustre al puerto; la otra, el astillero mismo, un resumen inmejorable del desastre, de la miseria, de la ruina. De algún modo, Angélica Inés (la heredera en cuestión) y el astillero son lo mismo: el sueño desvencijado de Larsen, que comienza a un tiempo el asedio de la mujer —a lo que ella parece ir accediendo, o es lo que Larsen quiere pensar— y el asalto de la administración de esa fábrica que jamás botará ningún barco otra vez. Encuentra, también, que hay dos hombres que todavía creen trabajar ahí: en realidad —lo sabrá a su tiempo y, como todo lo demás, no le importará— viven de robar chatarra, y están locos. Petrus delira, también. Y el pueblo, con su río y con la estatua ecuestre de su fundador al centro de la plaza, en medio de una humedad capaz de pudrir los espíritus más áridos, y las casas, y los cuerpos. Y todo lo observa, desde su consultorio, un médico morfinómano que alguna vez le sacó a Angélica Inés un anzuelo que se le había clavado en un muslo. Larsen, sobra decirlo, tampoco debe de estar muy en sus cabales. Hasta es posible que termine por enamorarse.
Juan Carlos Onetti, que pasó los últimos diez años recluido voluntariamente en su exilio madrileño (tumbado en la cama, para ser más precisos: hasta llegó a deformársele el codo en que se apoyaba para escribir, y no es que algún padecimiento lo tuviera baldado: sencillamente no le daba la gana levantarse), es el escritor que imaginó a Larsen, a Angélica Inés, al médico Díaz Grey, a toda Santa María, y también al Padre Fundador Brausen, origen de todo ese universo de desolación y rabia, de esperanzas envilecidas y anhelos corrompidos por la mera constatación de la existencia, ese universo cuya misteriosa y tóxica belleza pulsa en novelas como El astillero o las que le precedieron, La vida breve y Juntacadáveres, o las que vinieron después, Dejemos hablar al viento o Cuando ya no importe. (Pero no consiste en eso toda su obra: también hizo cuentos, algunos de los mejores que hay en castellano, y otras muchas novelas: una, breve y deslumbrante, seguramente es la más triste que puede haber: Los adioses).
«¿Por qué escribe?», le preguntó una vez una periodista a Onetti. «Escribo para mí. Para mi placer. Para mi vicio. Para mi dulce condenación». La siguiente pregunta, ingenua, fue: «¿Cómo escribe?» «Estupendamente». La periodista no se arredró: «Conteste con seriedad». «Sí, señora», respondió Onetti, «no entendí la pregunta». Le dieron el Premio Cervantes; estuvo en la cárcel, y luego se largó del Uruguay para nunca más volver. Se casó cuatro veces (en dos ocasiones con sendas primas suyas), leyó devotamente a Faulkner y a Arlt, y decía que escribía para Joyce. Una vez le hicieron un homenaje, y pasó todo el rato emborrachándose; cuando le tocó el turno de hablar, sólo se levantó —con trabajos— para decir: «Yo no hablo. Yo escribo».
Y escribió las señas y los destinos de algunos de los personajes más ruines y a un tiempo más conmovedores que nadie haya imaginado nunca. Y lo hizo con una prosa que, en su implacable minería del alma, invariablemente ofrece, en cada página y en cada línea y en cada palabra, el hallazgo incesante de una poesía de enceguecedor fulgor. Leerlo a fondo supone la altísima posibilidad de incorporarlo definitivamente al entendimiento de lo que es la vida. Para bien o para mal.
Juan Carlos Onetti, que pasó los últimos diez años recluido voluntariamente en su exilio madrileño (tumbado en la cama, para ser más precisos: hasta llegó a deformársele el codo en que se apoyaba para escribir, y no es que algún padecimiento lo tuviera baldado: sencillamente no le daba la gana levantarse), es el escritor que imaginó a Larsen, a Angélica Inés, al médico Díaz Grey, a toda Santa María, y también al Padre Fundador Brausen, origen de todo ese universo de desolación y rabia, de esperanzas envilecidas y anhelos corrompidos por la mera constatación de la existencia, ese universo cuya misteriosa y tóxica belleza pulsa en novelas como El astillero o las que le precedieron, La vida breve y Juntacadáveres, o las que vinieron después, Dejemos hablar al viento o Cuando ya no importe. (Pero no consiste en eso toda su obra: también hizo cuentos, algunos de los mejores que hay en castellano, y otras muchas novelas: una, breve y deslumbrante, seguramente es la más triste que puede haber: Los adioses).
«¿Por qué escribe?», le preguntó una vez una periodista a Onetti. «Escribo para mí. Para mi placer. Para mi vicio. Para mi dulce condenación». La siguiente pregunta, ingenua, fue: «¿Cómo escribe?» «Estupendamente». La periodista no se arredró: «Conteste con seriedad». «Sí, señora», respondió Onetti, «no entendí la pregunta». Le dieron el Premio Cervantes; estuvo en la cárcel, y luego se largó del Uruguay para nunca más volver. Se casó cuatro veces (en dos ocasiones con sendas primas suyas), leyó devotamente a Faulkner y a Arlt, y decía que escribía para Joyce. Una vez le hicieron un homenaje, y pasó todo el rato emborrachándose; cuando le tocó el turno de hablar, sólo se levantó —con trabajos— para decir: «Yo no hablo. Yo escribo».
Y escribió las señas y los destinos de algunos de los personajes más ruines y a un tiempo más conmovedores que nadie haya imaginado nunca. Y lo hizo con una prosa que, en su implacable minería del alma, invariablemente ofrece, en cada página y en cada línea y en cada palabra, el hallazgo incesante de una poesía de enceguecedor fulgor. Leerlo a fondo supone la altísima posibilidad de incorporarlo definitivamente al entendimiento de lo que es la vida. Para bien o para mal.
Publicado en Magis.
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1 comentarios:
Que bueno que nunca terminaré de leer.
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