No me ha hecho falta pararme delante de la Estela de Luz, ni siquiera
divisarla de lejecitos, para odiarla profundamente. Aunque seguramente
haya —para todo hay gente— quien no vea en ella un adefesio (que sí lo
es), yo la encuentro monstruosa. Seguramente el día que me tope con ella
voy a intentar patearla —por estúpido e inútil que sea, pues la maldita
parece inconmovible y seguro que va a estar bien vigilada, aunque me
queda la esperanza de que compatriotas patriotas vayan y la rayen, le
escupan, hagan que le brote un tianguis alrededor o le den cualquier
otra función degradante, pero en todo caso útil: ya que costó lo que
costó y con lo que nos gusta batir records imbéciles, podría ser el
urinario más caro del mundo.
Pero tan infértil como
esta aversión que le tengo —y que quiero confiar en que sea
generalizada, aunque lo dudo: hay tanta cosa odiosa en el presente
mexicano que parece un desperdicio de fuerzas dedicarle siquiera tantita
tirria a este «monumento»—, tan inservible, es el deseo de que la
Estela de Luz (vaya nombrecito cursi, además) llegue a convertirse en el
emblema inmejorable de lo que no debería ser, pero es: el recordatorio
infame de lo que somos capaces de permitir que prospere una burrada...
Aunque no sólo se trata de eso —total, lo cotidiano de la cosa pública
está infestado de decisiones y declaraciones asnales—: lo más grave no
es cómo una pésima idea se lleva adelante a pesar de lo que sea, sino la
desfachatez con que sus ejecutores medraron y mintieron y demostraron
con su empecinamiento ante cualquier objeción cómo detentan la absoluta
potestad sobre el dinero y el espacio públicos, pero también sobre la
memoria de la nación, y sin temer —no tendrían por qué: para algo ellos
mandan— la mínima consecuencia adversa. Porque qué va a pasar con la
trama de irresponsabilidades y desfalcos que fue tejiéndose conforme se
levantaba y se corregía y se posponía y se seguía levantando la obra:
nada. ¿Va a explicarse el sobreprecio que fue inflándose, se llegará a
sancionar a alguno de los desvergonzados corruptos involucrados en la
construcción, veremos el día en que alguien reconozca alguno de los
incontables errores que se sucedieron, empezando por el de proponerse
semejante estramancia? Jamás: y ahí estará la Estela imbatible para
recordárnoslo —aunque no, porque lo más seguro es que terminemos
olvidándonos de todo, encantados por la musiquita y los foquitos.
Y ahí estará para que sigamos manteniéndola: ya que ha pasado a manos
del Conaculta, está por armársele una estructura administrativa —más
burocracia y con partida presupuestal, por supuesto, amén del recurso
que sea necesario para tenerla jalando. Es la erección más cara de la
historia, que le pagamos a ese impotente irremediable que ha sido el
Ejecutivo de estos años desdichados, incapaz como fue para dejar más que
esta marca ridícula en la historia. Dos siglos para esto. Y lo peor es
que merecido nos lo tenemos.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 12 de enero de 2011.
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