El centro de Guadalajara tiene tanto tiempo como una zona de desastre que cualquier nueva ocurrencia que las autoridades en turno anuncien para «rescatarlo» ha de ser vista con escepticismo: apenas esas autoridades se larguen y lleguen otras, con nuevas ocurrencias, se verá que habrá sido básicamente demagogia (es decir: patrañas), o bien, a lo sumo, que fue la oportunidad que tuvieron para medrar en nombre de supuestas buenas intenciones. Y es que no se remedian fácilmente males antiguos, como haber dejado que ese espacio se convirtiera en una maraña de tránsitos de un lado a otro de la zona metropolitana, atravesada por incontables rutas de transporte colectivo (esa gran desgracia de la ciudad), o como haber permitido que prosperara la desolación de barrios que antaño eran vivibles para que los ocuparan predominantemente el comercio, el desmadre o el puro vacío y la ruina, o como haberse desentendido de la prosperidad de la delincuencia en esa desolación, y de la expansión del llamado «comercio informal», por no contar el deterioro de la infraestructura, la incuria prevaleciente en la mayor parte del patrimonio arquitectónico, la corrupción que lo permite todo y la desidia y la indolencia de los habitantes que han ido quedando ahí, así como de los que no tuvimos más remedio que salirnos.
Desde que mis papás llegaron a Guadalajara, en los años cuarenta del siglo pasado, hicieron su vida en el centro: la Capilla de Jesús y el Santuario, al principio, y más tarde el rumbo de la Nueve Esquinas, donde a mí me tocó crecer. Terminamos por erradicarnos a mediados de los noventa, orillados —y francamente intimidados— por la decadencia de la zona: la calle en que vivíamos (Galeana, entre Miguel Blanco y Libertad) había ido afantasmándose porque los vecinos se nos adelantaron o se murieron, y mientras el frenesí de las mañanas era cada vez más insoportable (el maldito tráfico, el ruido, la mugre), por las tardes y las noches daba miedo andar por ahí. Con todo, yo recuerdo que antes de llegar a esos extremos el centro era incluso disfrutable, incluso donde había más ajetreo, por ejemplo en las inmediaciones del Mercado Corona o del Alcalde. Puede que mi memoria esté inevitablemente modelada por la ingenuidad propia de la infancia y de la primera juventud, además de que no tenía con qué comparar, si siempre había vivido ahí. Pero al volver, ahora, y ver ese territorio depravado e intolerable, me parece que el que conocí y habité sí era radicalmente distinto.
Y es que, además de las catástrofes que se han sucedido (por ejemplo las explosiones del 22 de abril de 1992, cuya influencia nefasta afectó no sólo a las calles que reventaron, sino al primer cuadro por completo, sobre todo en un sentido digamos anímico), el centro también ha padecido las consecuencias de políticas urbanas erráticas que han asegurado su presente caótico: aquella iniciativa de las «cien manzanas», por ejemplo, o el más reciente remozamiento de aceras y fachadas que sólo quedó en arreglo cosmético y perentorio. Y qué decir de la masacre que fue la edificación de la malhadada Plaza Tapatía, o la más fresca devastación de la zona del Parque Morelos para la malograda Villa Panamericana. Ahora anuncia la flamante administración municipal, que no es buena ni para limpiar las fuentes del Parque de la Revolución, que va a revitalizar la zona con planes grandiosos a partir del desarrollo de tres polos: el Agua Azul, La Normal y la «Alameda» (nadie le dice así). Bien, pues ya veremos en tres años, si antes no se les ocurre otra cosa.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de noviembre de 2012.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario