Otra vez tenemos déficit de libreros. Sucede periódicamente: cuando ya hay alteros de libros ocupando zonas de la casa que conviene tener medianamente despejadas de estorbos (el piso, por ejemplo), o cuando ya se alinean en dobles o triples filas en las agobiadas tablas de la biblioteca que se extiende por la sala, el comedor, el estudio, los cuartos, la repisa arriba del retrete, los compartimentos superiores de los clósets, las bandejas de la mesita de la cocina y el cuarto de los tiliches, programamos la adquisición de dos o cuatro o seis libreros más, iguales todos: un modelo que ha demostrado ser relativamente fácil de acomodar donde haga falta. Como no parece posible (aunque quién sabe) que lleguemos a tener más libreros que libros, aunque también porque seguramente no nos lo hemos propuesto en serio, nos resulta natural seguir haciéndonos de los primeros; la alternativa, claro, sería dejar de acumular libros. Pero quién va a tener calma para eso.
También podría intentarse una purga: expulsar todos los volúmenes que por diversas razones no deberían estar ahí. Para eso, sin embargo, habría que transigir con la superstición de que los libros tienen que servir de algo. Aunque se suponga que se los tiene para leerlos, nunca es del todo cierto. Ni tampoco hay fundamento en creer que están ahí para consultarlos cuando se necesite (en muchos casos jamás se va a necesitar). ¿Cuántos hay que arribaron quién sabe cómo, que se han aposentado en el mismo lugar durante años sin haber llegado a abrirse nunca, que, por lo mismo, es imposible imaginar qué contienen y que —lo más inexplicable— jamás nos animaríamos a echar fuera? Abundan, claro, los indeseables (por horrorosos, por lamentables, por absurdos), pero misteriosamente gozan de los mismos derechos que los estimables y los indispensables. Es seguro que tras una depuración quedaría a salvo sólo una fracción mínima, pero ¿cómo habría que emprenderla? ¿Dejar sólo los volúmenes más significativos? ¿Y eso qué quiere decir? ¿Tirar todos aquellos que se ignora por qué se tienen? Pero en algún momento lo supimos, ¿no? No se puede confiar en la propia desconfianza: no sé por qué tengo este libro, y por eso mismo debo conservarlo: a ver si algún día lo sé. Por alguna razón, la permanencia de revistas y periódicos puede ponerse en entredicho más fácilmente, y es un alivio. Con los libros es imposible: llegan para quedarse.
Iluso, ya compré un aparato para almacenar libros electrónicos. Otro librero, vaya, que ya está atestándose y, como la otra biblioteca, la tangible, ya va encimándose sobre sí misma, cada vez más intransitable.
Hacia la FIL IV
A falta del discurso que era tradición que pronunciara el ganador del Premio FIL en la ceremonia inaugural, misma en la que se le entregaba el galardón, está por verse de qué manera arrancará esta edición que no sea con un mero acto protocolario. Lo que se echará de menos —una de las muchas cosas en que infelizmente no pensaron quienes dejaron que el escándalo Bryce Echenique acabara en lo que acabó— será el acto más relevante de la feria en su carácter de festival cultural, que la honraba tanto como al escritor elegido cada vez. Por mucho que vaya a haber una «sorpresa», el hecho es que todo mundo estará pensando en este premio mal dado y peor defendido, y en el majadero que se lo embolsó y terminó insultándonos a cuantos estuvimos en desacuerdo. Cierto: la FIL es más que esto. Pero esto era parte importantísima de la FIL, sobre todo para los lectores.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de noviembre de 2012.
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