Es historia sabida: luego de ganar la guerra en 1947, los nazis y los japoneses se dividieron el mundo. De lo que fue Estados Unidos, la costa oeste quedó para los segundos; la este para el Reich alemán, y al centro una franja de indefinición dejada a su suerte. En Europa prosperó, como estaba previsto, el proceso supremacista puesto en marcha por Hitler y los científicos del exterminio, y las poblaciones eslavas fueron arrinconadas en el corazón de Asia; ya que Ucrania funcionó óptimamente como el granero del mundo, lo siguiente fue desecar el Mediterráneo y convertirlo en campos de labranza, gracias al uso agrícola de la energía atómica, que también sirvió para propulsar la conquista del espacio: alcanzada la Luna, a mediados de los años cincuenta, lo lógico fue que una nave alemana se posara en la superficie de Marte con el fin de colonizar. Una reedición de la “solución final” se puso en marcha en África y consiguió sus objetivos en menos de quince años. El emperador japonés nunca renunció a su divinidad, el primer Führer pasó a retiro poco antes de convalecer en un sanatorio y morir tranquilamente —si bien aquejado por una imprecisa senilidad derivada de una sífilis—, y aunque sus sucesores demostraron ser tan incompetentes como mezquinos (especialmente Goebbels y Goering, disputándose el poder a ladridos tras la muerte del Reichskanzler Bormann), ya después de 1960 nada había que amenazara el nuevo orden, ni siquiera las tensiones crecientes (la “guerra fría”) entre Alemania y Japón...
Publicado en el nuevo número de Magis: por acá, por favor.
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