Clarito se ve: andaba comiendo tostitos.
Foto: Verónica Nieva
Por encuentros así es que la FIL vale tanto la pena. La participación de Ray Bradbury, la tarde del lunes, en la apertura del programa literario de Los Ángeles, contará de seguro como una de las presencias más importantes que ha tenido la feria en sus 23 ediciones. Yo temía que, por tratarse de un enlace facilitado por la tecnología, el acto fuera más bien distante y frío; felizmente, hubo ocasión de que el público le lanzara preguntas al viejo, y entiendo que éste podía ver en una pantalla el salón donde estábamos. Poseedor de una memoria fantástica —por lo preciso de sus recuerdos más remotos puede parecer que está inventándolos, pero cuál—, Bradbury despachó dos o tres lecciones invaluables sobre la literatura y la vida. El salón estaba lleno de jóvenes, y si tomaron nota, y si cunde la especie, qué maravilla. Una lección fue que en la escuela no se aprende nada: hay que meterse mejor a la biblioteca. Otra, que si alguien no cree en uno, hay que correr a ese alguien de nuestra vida. Mientras respondía, Bradbury estaba comiendo tostitos y bebiendo de una copa. A gustísimo.
Segundo día de profesionales, ayer martes. Por los pasillos de la feria van menudeando los cocteles, y llegada la hora de la comida —como sucederá hoy mismo— es posible ver a una numerosa parvada de gente vestida de oscuro comiendo en la terraza de la Expo, sobre el fondo de la musiquita del violinista de la Gran Plaza. Ya en la tarde se reanuda la vida real, pero lo malo es que para entonces he entrado en un estado ligeramente hipnótico, y no entiendo muy bien qué está pasando: por ejemplo, ¿por qué creí ver tan desolado el módulo de firmas cuando estuvo ahí Élmer Mendoza?
Hoy me interesa en especial el homenaje, en el Café Literario, a Thomas Pynchon, campeón de los escritores enigmáticos que desdeñan la celebridad. Es como el anti Carlos Fuentes, digamos. Y es un autor espeso, de acuerdo, pero la recompensa de internarse en sus novelas gigantescas es eso: gigantesca.
Segundo día de profesionales, ayer martes. Por los pasillos de la feria van menudeando los cocteles, y llegada la hora de la comida —como sucederá hoy mismo— es posible ver a una numerosa parvada de gente vestida de oscuro comiendo en la terraza de la Expo, sobre el fondo de la musiquita del violinista de la Gran Plaza. Ya en la tarde se reanuda la vida real, pero lo malo es que para entonces he entrado en un estado ligeramente hipnótico, y no entiendo muy bien qué está pasando: por ejemplo, ¿por qué creí ver tan desolado el módulo de firmas cuando estuvo ahí Élmer Mendoza?
Hoy me interesa en especial el homenaje, en el Café Literario, a Thomas Pynchon, campeón de los escritores enigmáticos que desdeñan la celebridad. Es como el anti Carlos Fuentes, digamos. Y es un autor espeso, de acuerdo, pero la recompensa de internarse en sus novelas gigantescas es eso: gigantesca.
Publicado en la columna «¿Tienes feria?», del suplemento perFIL, en Mural, el miércoles 2 de diciembre de 2009.
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1 comentarios:
Bradbury y Pynchon, cada uno en ausencia o en presencia a "su" manera en la FIL, fueron las dos cosas que más lamenté haberme perdido.
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