G. K. Chesterton. Si alguien no se la pasa bien con él, ahora sí que ni cómo ayudarle.
Bien dijo Virginia Woolf que el único consejo sensato acerca de la lectura es no recibir consejos. En eso he ido pensando estos días que he pasado en la Feria Internacional del Libro, cuando, comoquiera, hay modo de visitar la librería más grande de México y eso puede llegar a ser hasta emocionante (comoquiera: aunque haya que engentarse, aunque haya exhibida tanta basura, aunque los libros sean tan ridículamente caros y aunque la FIL sea la única librería del mundo que cobra: veinte pesotes por piocha, quince por chamaco, y si a eso se suman los cuarenta del estacionamiento, una coca, algún Chocotorro para un chiquillo y cualquier otra cosita, a una familia se le pueden ir varios salarios mínimos nomás por ir a lerendear). También he estado pensando en los albañiles que levantan un edificio frente a Expo Guadalajara, junto al Hilton: mareado ya de recorrer pasillos en la feria, salgo a la terraza a fumar, me quedo viendo la obra y cómo los albañiles andan ahí trepados, armando castillos y cargando costales, y luego volteo y veo a los escritores enfiestados que deambulan por todos lados, y me digo —no sin morderme la lengua, claro—: «Cómo hay gente que hace cualquier cosa, por ejemplo escribir libros, con tal de no trabajar».
Pero iba diciendo: no es infrecuente que me vea en aprietos cuando alguien, con toda buena intención —espero— me pide que le haga recomendaciones de lectura. Claro: entre más específica sea la pregunta, más fácil es responderla: «¿Qué libro me sugieres de tal autor?» (aunque hay que conocer al autor tal, desde luego, y tener razones para preferir un libro suyo sobre otros). O bien: «¿Qué autor o cuál libro sabes que se ocupe de tal o cual asunto?» (y lo mismo: para responder hay que estar medianamente enterado, y no siempre hay suerte). Pero cuando llegan y me sueltan algo como «Dime qué libro compro», así, a la brava, yo tiendo a quedarme pasmado. Y es que, creo, los gustos son personalísimos y por lo general intransferibles, de manera que alguna lectura que para mí haya sido decisiva, para alguien más podrá resultar absolutamente anodina. O repelente. O también cabe la posibilidad de que mis prejuicios (que mi trabajo me han costado) priven a quien me pregunta de obtener algún hallazgo que yo, sencillamente, no supe merecer.
Como querer encaminar a alguien a los clásicos es, por lo general, una pesadez y una pedantería, lo que he dado en contestar —mis recomendaciones automáticas— está determinado (mejor, supongo) por la creencia en que sí, debe haber autores infalibles, pero muy probablemente sean aquellos que tienen por mérito mayor el de sacarnos la risa de dondequiera que la tengamos guardada. Jorge Ibargüengoitia, pongamos, que no tiene pierde, o P. G. Wodehouse, acaso el mejor humorista de la literatura en inglés del siglo 20. O Francisco Hinojosa, o G. K. Chesterton, o Margarito Ledesma. Para empezar. Si la cosa no sale bien, pienso, por mí no quedó. (Pero casi siempre sale bien).
Pero iba diciendo: no es infrecuente que me vea en aprietos cuando alguien, con toda buena intención —espero— me pide que le haga recomendaciones de lectura. Claro: entre más específica sea la pregunta, más fácil es responderla: «¿Qué libro me sugieres de tal autor?» (aunque hay que conocer al autor tal, desde luego, y tener razones para preferir un libro suyo sobre otros). O bien: «¿Qué autor o cuál libro sabes que se ocupe de tal o cual asunto?» (y lo mismo: para responder hay que estar medianamente enterado, y no siempre hay suerte). Pero cuando llegan y me sueltan algo como «Dime qué libro compro», así, a la brava, yo tiendo a quedarme pasmado. Y es que, creo, los gustos son personalísimos y por lo general intransferibles, de manera que alguna lectura que para mí haya sido decisiva, para alguien más podrá resultar absolutamente anodina. O repelente. O también cabe la posibilidad de que mis prejuicios (que mi trabajo me han costado) priven a quien me pregunta de obtener algún hallazgo que yo, sencillamente, no supe merecer.
Como querer encaminar a alguien a los clásicos es, por lo general, una pesadez y una pedantería, lo que he dado en contestar —mis recomendaciones automáticas— está determinado (mejor, supongo) por la creencia en que sí, debe haber autores infalibles, pero muy probablemente sean aquellos que tienen por mérito mayor el de sacarnos la risa de dondequiera que la tengamos guardada. Jorge Ibargüengoitia, pongamos, que no tiene pierde, o P. G. Wodehouse, acaso el mejor humorista de la literatura en inglés del siglo 20. O Francisco Hinojosa, o G. K. Chesterton, o Margarito Ledesma. Para empezar. Si la cosa no sale bien, pienso, por mí no quedó. (Pero casi siempre sale bien).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de diciembre de 2009.
Imprimir esto
3 comentarios:
Chesterton es genial, lástima que los precios de El Acantilado no me permitan comprar más de su obra.
Ah, bienvenido al club. A mí me preguntan, antes de saludarme: "¿qué hay de bueno en la cartelera?". Carajo, no dormimos juntos, le digo, saluda primero aunque sea. Y te falto la pregunta: "¿cuál ha sido la mejor película -o el mejor libro, en tu caso- que has visto?". Al modo...
Viene siendo complicado el recomendar un libro y lo que hago es recomendar algo que me haya gustado y viendo más o menos la personalidad del que preguntó.
Publicar un comentario