Sospecho que en toda mudanza hay componentes —inconfesables, desde luego— de defección y derrota. Establecerse en un nuevo domicilio, así sea en nombre de perspectivas más venturosas, supone necesariamente incurrir en el abandono de la casa que, por insólito que parezca (¿no habíamos llegado a ella después de abandonar otra?), ha consentido o tolerado nuestra presencia siempre intrusa, pasajera, desleal. Abandonar es huir, y desde la sala de partos hasta la capilla ardiente no sabemos hacer otra cosa: cada desplazamiento nos afirma en nuestra naturaleza volátil y poco digna de confianza: hechos a la pérdida incesante y a la necia e ilusoria voluntad de recomenzar, a poco de que se ofrezca siempre estamos listos para buscar cajas, llamar una camioneta, descolgar cuadros y armar bultos. Y listos para cerrar, inútilmente y sin saber qué hacer con las llaves, la puerta de la casa que quedará ensordecida y atónita en medio del súbito despojo con que culminamos una nueva vejación.
Sospecho, entonces, que entre los propósitos de Víctor Cabrera en su libro Signos de traslado, es posible inferir el que acaso tuvo de estipular la pertinencia de una tregua para cuando sobrevengan —que habrán de sobrevenir— nuevas huidas y nuevas derrotas: para esos momentos en que todavía no terminamos de irnos y, por supuesto, estamos todavía lejos de llegar. Una tregua —pongamos que entre el viaje del refrigerador y el de los libros, o en los minutos que transcurren mientras se pondera qué tan sensato será cargar o no con las macetas— para intuir, al menos, las implicaciones que hay en cada reiteración de nuestro carácter de tránsfugas: una pausa para reconocer, por última vez ante los muros, las vistas y los rumbos que dejamos atrás, que si el universo marchara como debe no habría por qué largarnos: que en nuestro lugar quedará siempre, como un resto de oprobio y de fracaso, la sombra imperdonable de nuestra nueva ausencia. De acuerdo con Cabrera cuando anota, en uno de sus poemas, esto que no le explica a su hija: «...lo que muda / es que cambia por la fuerza».
Sin embargo, como asegura en otro momento, «Lo capital es, entonces, no quedarse». Por más que nos prevengan contra él los anticipos de las futuras nostalgias o el mero canje inevitable de rutinas —el fastidio de investigar en qué consistirá ahora, otra vez, lo cotidiano—, el anhelo de distancia anima cada nuevo éxodo y llega a imprimirle incluso un ilusorio prestigio de aventura inaudita, así sólo recorramos unas cuantas calles y ni siquiera haga falta salir del mismo barrio. Quedarse, pues, es otra forma de rendición, y con irse —que también es renunciar— al menos es posible acudir a justificaciones como el coraje o la osadía, que suenan bien pese a ser generalmente insinceras. ¿Entonces? Cabrera, a mi modo de ver, extiende una alternativa a esta incertidumbre entre dos derrotas con la certeza que ha tomado de Kafka y que subyace a cada consideración de la que ha emergido cada poema en su libro: «Todo hombre lleva adentro una habitación».
Es, al menos, la esperanza: que exista en verdad esa íntima residencia, a salvo de las veleidades o la suerte que nos llevan de acá para allá. Y las cosas lo saben mejor que nosotros: las cosas que fingen resignarse a acompañarnos («ciegas y extrañamente sigilosas», decía Borges), que se dejan transportar con hipócrita indolencia —al grado de que, como advierte un poema de este libro, parecen ser ellas las que deciden la mudanza: «Apenas su tosca mansedumbre pisa el suelo / las cosas urden ya la escapatoria»—, pero que a nuestras espaldas, mientras nos ajetreamos en hallarles lugar, preparan su venganza secreta y admirable: «pequeños objetos cotidianos [...] y que hoy vuelven en forma de presagios», como intuye Cabrera, saben que finalmente vencerán cuando hagamos el tránsito definitivo y no tengamos ya cómo cargar con ellas rumbo a nuestro último destino, que es el olvido.
Quiero entender que, tras la postulación de esta pausa que Víctor Cabrera ha formulado para el momento que hay entre abandonar un lugar y establecerse en otro, lo que sigue es la consignación del nuevo comienzo, cuyo emblema inmejorable es el amanecer: el sobrecogimiento de esa hora en que el mundo es tan amenazadoramente incierto que sería preferible no tener que reingresar en él: de ahí que los «Símbolos del alba» sean la segunda parte de este libro: la llegada del alba que nos confirma en otro territorio, desconocido y enemigo, hostil o indiferente, que también terminaremos por traicionar. La ducha del vecino, el estallido de los pájaros, el cencerro que hace sonar el hombre del camión de la basura: ¿dónde estamos? ¿Dónde hemos despertado? «Despertar es no quedarse», dice Cabrera. Y eso es: cada siguiente día impone el deber de marcharse otra vez. Eso es: éste es un libro para comprender mejor, antes de que amanezca, antes de que nos vayamos de nuevo, para qué amanece y por qué tenemos que estar yéndonos siempre.
Signos de traslado, de Víctor Cabrera. Juan Pablos, México, 2007.
(Hará más de año y medio que tuve el gusto de leer esto en la presentación que hizo Cabrera de su libro acá, en Guadalajara. Cosa curiosa, no lo había publicado antes. De modo que aquí está, tarde pero igual de emocionado que aquella vez).
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