Los coches disfrazados de reno. Aunque instintivamente los encuentro inadmisibles, soy de la idea, más bien ociosa, de que todo encontronazo con la perplejidad obliga a buscar explicaciones. Así, hay que aventurar algunas para estos adefesios móviles que van multiplicándose estos días —creo que he visto menos que el año pasado, pero igual irán proliferando conforme las plazas comerciales se atesten, las posadas, los convivios y los brindis nutran la nota roja, las calles vayan volviéndose ríos de neurosis y odio y los aguinaldos vayan alimentando las hogueras en que arden la culpa, el compromiso, el chantaje emocional y la mera insensatez.
Primera explicación, y la más plausible: quien decide decorar así su vehículo (preferiblemente si es camioneta), colocándole cojines dentados y enhiestos a modo de cuernitos, además de un círculo de tela roja en la fascia —la «nariz», se supone, en señal de que el «reno» tal ha de ser Rodolfo, que entre las nueve bestias de Santaclós se distingue por esa coloración sanguínea y, parece, luminiscente: con ella guía a la manada en las tormentas de nieve (hay que ser muy ocioso para saber esto)—, quien decide comprar el kit en un semáforo e instalarlo en la camioneta, lo hace para alegrar a los niños que ahí transporta. Puede ser, pero todo niño se alegrará de cualquier modo (y mejor) con recibir en Navidad cualquier porquería más durable que el adornito en cuestión. La segunda explicación es que, haya niños o no, con el disfraz se pretende anunciar al mundo lo contento que se está y lo feliz que se es por la temporada. Quienes proceden por tal motivo están diciendo que los ha contagiado el espíritu navideño, y que se han propuesto propalarlo por donde quiera que pasen. Debe de ser el mismo tipo de gente que regala corazones de terciopelo y paletas incomibles el 14 de febrero, y no muy diferente de la especie que se pinta la cara, agarra una corneta y se envuelve en una bandera para ir a circundar la Minerva cuando gana la selección. Etcétera: la gente que hace de sí misma un emblema de su propio ánimo festivo, y que así importuna y fastidia al resto de la humanidad que no comparte sus efusiones, sus aspavientos, sus cuernitos de reno a toda velocidad. «La cursilería es un acto público», anotó Pablo Fernández Christileb en un memorable ensayito, y también que los cursis «no expresan afectos, sino que avisan que los expresan».
Estas explicaciones, desde luego —quisiera, pero no tengo más—, aplican también para las profusas vegetaciones de foquitos y figuras de plástico que aderezan incontables fachadas por todos los rumbos de la ciudad. Y, aunque no es nuevo que lo peor del peor gusto reviente en estallidos multicolores cuando llegan estas fechas, la delirante decoración luminosa que han colocado esta vez en la Minerva sí hace pensar que se ha roto algún record del horror. Nomás faltó que le pusieran musiquita (pero ¡cuidado!, no hay que darles ideas).
Primera explicación, y la más plausible: quien decide decorar así su vehículo (preferiblemente si es camioneta), colocándole cojines dentados y enhiestos a modo de cuernitos, además de un círculo de tela roja en la fascia —la «nariz», se supone, en señal de que el «reno» tal ha de ser Rodolfo, que entre las nueve bestias de Santaclós se distingue por esa coloración sanguínea y, parece, luminiscente: con ella guía a la manada en las tormentas de nieve (hay que ser muy ocioso para saber esto)—, quien decide comprar el kit en un semáforo e instalarlo en la camioneta, lo hace para alegrar a los niños que ahí transporta. Puede ser, pero todo niño se alegrará de cualquier modo (y mejor) con recibir en Navidad cualquier porquería más durable que el adornito en cuestión. La segunda explicación es que, haya niños o no, con el disfraz se pretende anunciar al mundo lo contento que se está y lo feliz que se es por la temporada. Quienes proceden por tal motivo están diciendo que los ha contagiado el espíritu navideño, y que se han propuesto propalarlo por donde quiera que pasen. Debe de ser el mismo tipo de gente que regala corazones de terciopelo y paletas incomibles el 14 de febrero, y no muy diferente de la especie que se pinta la cara, agarra una corneta y se envuelve en una bandera para ir a circundar la Minerva cuando gana la selección. Etcétera: la gente que hace de sí misma un emblema de su propio ánimo festivo, y que así importuna y fastidia al resto de la humanidad que no comparte sus efusiones, sus aspavientos, sus cuernitos de reno a toda velocidad. «La cursilería es un acto público», anotó Pablo Fernández Christileb en un memorable ensayito, y también que los cursis «no expresan afectos, sino que avisan que los expresan».
Estas explicaciones, desde luego —quisiera, pero no tengo más—, aplican también para las profusas vegetaciones de foquitos y figuras de plástico que aderezan incontables fachadas por todos los rumbos de la ciudad. Y, aunque no es nuevo que lo peor del peor gusto reviente en estallidos multicolores cuando llegan estas fechas, la delirante decoración luminosa que han colocado esta vez en la Minerva sí hace pensar que se ha roto algún record del horror. Nomás faltó que le pusieran musiquita (pero ¡cuidado!, no hay que darles ideas).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de diciembre de 2009
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4 comentarios:
Eres un rabioso adorable!
I like you!
Cómo detesto esos cuernitos. Gracias por expresar el sentimiento de muchos con palabras más elocuentes. Y ni tan llenos de espíritu navideño, déjame decirte. Ayer una señora con los susodichos colgados en su mamavan bajó el vidrio para vociferar palabras non santas a otro conductor. ¿No que mucha paz y amor?
Creo lo único rescatable de la minerva es el remedo de niño dios bola de luz, me sacó una risa de toda la vuelta.
mi santísima madre y yo por poquito convertíamos los cuernos de la cuadra en pequeños falos. Nos ganó la risa. Misteriosamente este año naie en el coto usa cuernos.
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