Salvo el último, Un encuentro, no he querido acercarme ningún libro de Milan Kundera para escribir esto. Hace mucho tiempo que no los abro, con la excepción del anterior, El telón, en el que me detuve brevemente cuando apareció; los tres que hubo antes de éste ni siquiera los conozco (La ignorancia, La identidad y La lentitud), y, puesto a sacar cuentas, constato ahora que me habré apartado de su compañía hace cerca de veinte años, cuando leí La inmortalidad. Antes, todo: en orden de aparición. Incluido Jacques y su amo, en una representación de cuya prolija desnudez —el vestuario y la escasa escenografía refulgían con un blanco lunático sobre fondo negro— recuerdo apenas, aunque especialmente, la desvalida mirada de estupefacción con que Jacques llegó a incluirme en su perplejidad abrumadora. Y si es triste que mi recuerdo sea incapaz de dar con las señas de aquella compañía teatral ¿francesa? —además de que tampoco parece existir rastro de su paso fugaz por estos rumbos—, más lamentable todavía es que haya perdido casi toda noción acerca de la perplejidad de Jacques: ¿qué lo tenía tan azorado?
Serán las formulaciones de la desmemoria, esos vacíos cuyos límites reconocemos, pero que van volviéndose más inescrutables conforme nos alejamos a abrir otros vacíos nuevos. A propósito de Kundera puedo despachar rápidamente un puñado de estampas que se dibujan tan pronto como resultan inservibles: la del joven poeta Jaromil robando por la noche los auriculares de los teléfonos públicos en La vida está en otra parte; los rostros de Teresa y Tomás y Sabina (los auténticos, los que yo les conferí, y no los de Juliette Binoche, Daniel Day-Lewis y Lena Olin, que llevaron en la película); Goethe y Napoleón y Beethoven en el más allá; los balnearios, varias muchachas de semblante hastiado, la exasperación del protagonista de La broma. Poco más. También sé volver fácilmente —¿para qué?— al relato que hizo Carlos Fuentes sobre el viaje que él, Cortázar y García Márquez hicieron en 1968 a Praga, con tal de conocer al checo: cómo éste los sorprendió recibiéndolos con una violenta visita a un sauna, y cómo el gigantón argentino había preferido pasar el trayecto en el tren jugando con las llaves de una regadera en la que apenas cabía, mientras el mexicano y el colombiano comían salchichas y hablaban de literatura policiaca (o algo así). Y, naturalmente, el rostro ceñudo de Kundera, tan parecido al de Karol Wojtyła. A estos deficientes recortes han venido a sumarse las noticias más bien oprobiosas que resonaron, hace algunos meses, sobre el papel de delator que el novelista habría jugado en la época de su vida en que escribía, justamente, la historia de un delator, amoríos enredosos incluidos. Y —ahora sí— poco más.
Serán las formulaciones de la desmemoria, esos vacíos cuyos límites reconocemos, pero que van volviéndose más inescrutables conforme nos alejamos a abrir otros vacíos nuevos. A propósito de Kundera puedo despachar rápidamente un puñado de estampas que se dibujan tan pronto como resultan inservibles: la del joven poeta Jaromil robando por la noche los auriculares de los teléfonos públicos en La vida está en otra parte; los rostros de Teresa y Tomás y Sabina (los auténticos, los que yo les conferí, y no los de Juliette Binoche, Daniel Day-Lewis y Lena Olin, que llevaron en la película); Goethe y Napoleón y Beethoven en el más allá; los balnearios, varias muchachas de semblante hastiado, la exasperación del protagonista de La broma. Poco más. También sé volver fácilmente —¿para qué?— al relato que hizo Carlos Fuentes sobre el viaje que él, Cortázar y García Márquez hicieron en 1968 a Praga, con tal de conocer al checo: cómo éste los sorprendió recibiéndolos con una violenta visita a un sauna, y cómo el gigantón argentino había preferido pasar el trayecto en el tren jugando con las llaves de una regadera en la que apenas cabía, mientras el mexicano y el colombiano comían salchichas y hablaban de literatura policiaca (o algo así). Y, naturalmente, el rostro ceñudo de Kundera, tan parecido al de Karol Wojtyła. A estos deficientes recortes han venido a sumarse las noticias más bien oprobiosas que resonaron, hace algunos meses, sobre el papel de delator que el novelista habría jugado en la época de su vida en que escribía, justamente, la historia de un delator, amoríos enredosos incluidos. Y —ahora sí— poco más.
En Un encuentro, Kundera hace un conmovedor homenaje a Anatole France. «Conservo bien en mi memoria Los dioses tienen sed o El figón de la reina Patoja (estas novelas formaban parte de mi vida)», declara ahí, «pero no conservo de otras novelas de France más que vagos recuerdos y algunas ni siquiera las he leído. De hecho, así solemos conocer a los novelistas, incluso aquellos que nos gustan mucho. Digo: “Me gusta Joseph Conrad”. Y mi amigo: “A mí, no mucho”. ¿Hablamos en realidad del mismo autor? De Conrad he leído dos novelas, mi amigo sólo una, que yo, en cambio, no conozco. Y sin embargo, con toda inocencia (con toda la inocente impertinencia), cada uno de nosotros está seguro de tener una idea acertada sobre Conrad». Yo sé que Kundera me gustó alguna vez. Que la lectura de sus novelas me importó, y pude tenerla por decisiva, sobre todo cuando los amigos dábamos en erigir sobre esas novelas las ociosas construcciones que, en cuanto les dimos la espalda, fueron desplomándose suave y silenciosamente, sin que nadie las demoliera y sin que nadie presenciara su extinción —ésa sí definitiva. Quiero creer, también, que El arte de la novela, Los testamentos traicionados y El telón me aclararon muchas cosas, pero esto último sólo me animo a suponerlo porque otro tanto acaba de sucederme con Un encuentro, que es un libro que ahora mismo me parece memorable, entrañable, iluminador y bellísimo. El problema es que soy incapaz, al cabo de dos décadas, de dar razones sobre aquellos remotos entusiasmos. Por qué dejé de leer a Kundera: lo ignoro también. Y también si algo perdí o algo gané con esa decisión —que debió ser deliberada, pues de La broma a La inmortalidad todo iba bien, hasta que llegó La lentitud y súbitamente renuncié a seguir.
Acaso el mero paso del tiempo sea la sola causa de que nuestro desapego destine al olvido toda lectura. En el caso de este autor —y en mi experiencia como lector suyo—, posiblemente habrá ayudado el hecho de que su nombre fui localizándolo en una suerte de lista negra, como aquellas de las que habla en el citado homenaje a France: la proscripción a que conducen el desprestigio de la repetición, los malentendidos de la fama, la simple gana que podemos tener de voltear para otro lado. Pero ahora pienso en lo justo de esa circunstancia. En el primer ensayo de Un encuentro se lee: «Cuando un artista habla de otro, siempre habla (mediante carambolas y rodeos) de sí mismo, y en ello radica todo el interés de su opinión». Lo dice Kundera a propósito de lo que dice Bacon a propósito de Beckett. El pintor, renuente a ser comparado con el dramaturgo, habría ido quedándose cada vez más solo, y esta soledad conmueve al novelista. Lo que dice Kundera de Bacon está diciéndolo de sí mismo. ¿En qué medida yo, que ahora mismo ni siquiera he querido acercarme sus libros, he abonado esa soledad?
En abril pasado, Milan Kundera cumplió 80 años de edad. Desde luego, no me enteré.
Publicado en el número 29 de La Manzana, que acaba de ponerse en circulación.
4 comentarios:
¿Por qué siempre es la queja y la crítica antre todo?
Lei tu nota "FIL 2009: Las varias ferias", y en verdad es cansado. Si cobran y no te gusta ¡no vayas!, eso entre otras cosas que criticas. Qué flejera.
Y por qué no te quieres re-acercar? Adelante JIC, inténtalo.
Yo, que sólo he leído La insoportable levedad del ser, puedo decir que es de mis autores favoritos. ¿Supongo que vale no?
Por cierto, que buenos datos ahí con el viaje de los otros tres personajes, aunque si yo hubiera vendido los boletos del tren sólo hubiera dejado subir a uno de esos tres...
He leído 5 de 9 novelas, incluyendo La ignorancia, de los últimos. Sólo sé que amo el estilo de Kundera y es como una obsesión, pues otros autores dejan un vacío en mis lecturas, y sólo Kundera puede llenarlo. No sé que haré cuando termine de leerlo todo...
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