Hay un restaurante, aquí enfrente, que tiene cantante para amenizar las cenas. «Aquí» es aquí, cruzando la calle (ahora mismo los trinos y el rasgueo del inspirado llegan hasta el balcón de este tercer piso y se cuelan por la ventana, renuentes a limitarse sólo a las mesas del restaurante, y eso va a ser hasta las once y pasadas de la noche), pero esa precisión poco importa; «aquí» puede ser en cualquier rumbo de la ciudad donde toque la mala suerte de que existan una terraza abierta, un puñado de mesas, uno o varios músicos provistos de bocinas poderosas y —el ingrediente principal— la desconsideración de los responsables del sitio, que por «alegrarles» la velada a sus clientes nos la estropean a los vecinos, que no tenemos maldita la gana de escuchar lo que esas bocinas esparcen a todo volumen.
El cantante de aquí actúa los miércoles, los viernes y los sábados sin falla, pero también cuando la ocasión lo exige, por ejemplo las vísperas de los días feriados. También sabe extender su presentación cuando su público (el público real, no el involuntario) lo azuza y lo estimula, como cuando se celebra un cumpleaños, aunque por lo general está unas dos horas y media, con algún descansito. Su repertorio, no hay más que reconocerlo, es amplio. Boleritos, alguna ranchera, cosas de Joan Sebastian, de la Rondalla de Saltillo, o canciones que hicieron célebres gente como Marco Antonio Muñiz, el Coque Muñiz o, desde luego, Víctor Yturbe «El Pirulí». Lo malo es que, invariablemente, dicho repertorio es el mismo, y lo interpreta en el mismo orden. Es una lógica comprensible: supone, el hombre, y con razón, que su audiencia es distinta cada día: ¿por qué tendría que introducir variaciones en su show? Es posible apreciar, con todo, que en esta monotonía hay un cierto margen para la efusión creativa: el cantante es, además, chistosito. De los que, por ejemplo, saben lucirse mezclando en una sola canción las voces de Chente, de Juanga, de Raphael y de Pedro Vargas. De los que, llevaditos y ocurrentes, le cambian la letra a «Las Mañanitas», filtrando algún albur o alguna jotería. Y lo más admirable es que eso parece encantar a los que cenan, porque le aplauden y le festejan las gracias. Tiene su mérito, cómo no.
Dan ganas, claro, de cruzar la calle, hablar con el gerente, pedirle que le bajen al volumen. De ceder a ese impulso, sin embargo, se vería que el cantante (saquito negro, copete, ojos entornados, sonrisota, trenzado en amoroso abrazo con la guitarra) es la viva imagen del embeleso, verdaderamente hechizado por las modulaciones de su voz, por las palabras que viajan en esa voz, moviendo la patita con ritmo y con entusiasmo. Se caería en la cuenta, además, de que está ganándose la vida. No es probable, pero ¿y si lo corren, por ruidoso? Al fin que nomás son tres noches a la semana, un ratito cada noche... Mañana, por lo pronto, día de las madres, se va a lucir. El muy insoportable.
El cantante de aquí actúa los miércoles, los viernes y los sábados sin falla, pero también cuando la ocasión lo exige, por ejemplo las vísperas de los días feriados. También sabe extender su presentación cuando su público (el público real, no el involuntario) lo azuza y lo estimula, como cuando se celebra un cumpleaños, aunque por lo general está unas dos horas y media, con algún descansito. Su repertorio, no hay más que reconocerlo, es amplio. Boleritos, alguna ranchera, cosas de Joan Sebastian, de la Rondalla de Saltillo, o canciones que hicieron célebres gente como Marco Antonio Muñiz, el Coque Muñiz o, desde luego, Víctor Yturbe «El Pirulí». Lo malo es que, invariablemente, dicho repertorio es el mismo, y lo interpreta en el mismo orden. Es una lógica comprensible: supone, el hombre, y con razón, que su audiencia es distinta cada día: ¿por qué tendría que introducir variaciones en su show? Es posible apreciar, con todo, que en esta monotonía hay un cierto margen para la efusión creativa: el cantante es, además, chistosito. De los que, por ejemplo, saben lucirse mezclando en una sola canción las voces de Chente, de Juanga, de Raphael y de Pedro Vargas. De los que, llevaditos y ocurrentes, le cambian la letra a «Las Mañanitas», filtrando algún albur o alguna jotería. Y lo más admirable es que eso parece encantar a los que cenan, porque le aplauden y le festejan las gracias. Tiene su mérito, cómo no.
Dan ganas, claro, de cruzar la calle, hablar con el gerente, pedirle que le bajen al volumen. De ceder a ese impulso, sin embargo, se vería que el cantante (saquito negro, copete, ojos entornados, sonrisota, trenzado en amoroso abrazo con la guitarra) es la viva imagen del embeleso, verdaderamente hechizado por las modulaciones de su voz, por las palabras que viajan en esa voz, moviendo la patita con ritmo y con entusiasmo. Se caería en la cuenta, además, de que está ganándose la vida. No es probable, pero ¿y si lo corren, por ruidoso? Al fin que nomás son tres noches a la semana, un ratito cada noche... Mañana, por lo pronto, día de las madres, se va a lucir. El muy insoportable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 9 de mayo de 2008.
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6 comentarios:
Menos mal es un cuate con su guitarra, que toda una banda sinaloense cantando una y otra vez las mismas canciones para los borrachos con aire de narqueza. No se queje, licenciado: ¿quién más tiene serenata 3 veces a la semana?
Vaya, tienes un problema. Yo tengo cada viernes y sábado antro en mi casa, Casa Pedro Loza se luce con sus fiestas y luces y me ambientan mi cubil.
En lo personal no me agrada que pasen a mi lugar para pedir "una canción joven", o que alguien toque en un teclado las ya sabidas rolas románticas una y otra vez con voz desastroza.
Pero de serenatas no nos podemos quejar.
Saludos!
Yo, en cambio, siempre les pido esa que dice: "un muñeco de carne/ mitad tú, mitad yo"(en marzo, por ejemplo, la solicité en Tlaquepaque). Éxito
Y si le enseñaras unas dos o otres canciones más, mínimo tendrías un repertorio más amplio y menos tedioso jaja.. Saludos.
Agradécele a Dios que tu sapo cancionero particular no es de tu agrado, porque si lo fuera tendrías que sufrir la horrenda experiencia de aborrecer y detestar aquello que antes te gustaba. Imagínate que tus vecinos del restorán contrataran a tu admirado José Luis Perales ("dime, ¿por qué las bombas radiactivas?") o a Manuel Ascanio. Al cabo de quince o veintidós días -y es que así medimos el tiempo en Guanatos: los días, de veintidós en veintidós- odiarías a tus amados ruiseñores.
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