Malentendidos (I)

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La actuación del Estado en cuanto se refiere a la cultura es un tema problemático para quienes trabajan en cada uno de esos ámbitos: se asume, con toda naturalidad, que los funcionarios (en funciones o en potencia: los candidatos que aspiran a desempeñarse en cargos de elección popular, o quienes aspiran a que los ocupantes de dichos cargos los designen: los ganosos) han de prestar atención a la cosa cultural, realizar acciones que la estimulen, la promuevan o, por lo menos, le permitan existir, y por ello hay dependencias específicas: secretarías, oficialías, institutos, etcétera. Por otro lado, también parece perfectamente normal que los actores de la cultura (creadores, intérpretes, promotores y demás) esperen del Estado que les allane el terreno, que les facilite recursos, que los ampare (dándoles chamba, incluso) y, en suma, que los atienda. Así es como se entiende que deberían marchar las cosas, por lo menos en México, y unos y otros, del modo que sea, lo aceptan (o los funcionarios, al menos, fingen aceptarlo cuando les conviene). Pero debajo de este entendimiento tácito está la cochina realidad, que asoma a la primera oportunidad —es decir: siempre.
     Por una parte, la comprensión que los funcionarios (o los candidatos, o los ganosos) tienen de la cultura y de lo que les corresponde hacer por ella está, invariablemente, configurada por una acumulación histórica de malentendidos. Por más que alardeen de su supuesto interés en esta rama de su función —particularmente en tiempos electorales, cuando necesitan hablar bonito y ser optimistas y fantasiosos respecto a todo—, por mucho que les guste lucir en ocasiones en que la cultura es sinónimo de glamour y buena onda, lo cierto es que el asunto les importa un pepino, y a veces con razón: por qué tendrían que estar perdiendo el tiempo un Presidente, un Gobernador o un Alcalde en la inauguración de una exposición, digamos, o en una premiación, si mientras tanto el país está reventando a balazos. Si llegan a ocuparse de la cultura es más bien porque ven en ella una variante (poco rentable) de la actividad turística, o bien una mera forma de surtir entretenimiento, por ejemplo en los actos masivos que se hacen pasar por expresiones de una cosa llamada «cultura popular». Se acuerdan del tema sólo cuando es inevitable, y le destinan recursos ínfimos: pocos dineros y más poca imaginación.
     Por otro lado, las expectativas que los actores de la cultura ponen en la operación de la burocracia cultural suelen estar desencaminadas y tener efectos perniciosos: no digamos lo ilusorio que es esperar del Estado que provea o mime a quienes se acercan a él: tampoco cabe confiar ni siquiera en que opere con un mínimo de buen sentido y, al menos, deje de estorbar. Pero se espera y se confía, y el resultado es la precariedad y la pachorra incurables.
     Ahora los candidatos, en estas páginas, están lanzando sus consabidas necedades en la materia. Las revisamos la semana que entra, ¿no?, si otra cosa no pasa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de mayo de 2009.

Otra fiebre

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Lo que faltaba: ¡zombies!

Yo sí creí la historia de la Mataviejitas —así fuera sólo porque se trataba de un epíteto espectacular, además merecido concienzudamente por su portadora. No así la patraña del amero (la moneda diabólica que habrá de esclavizarnos apenas lo decidan los gringos), ni tampoco la supuesta epopeya de los náufragos nayaritas que a mediados de 2006 no sólo habrían vencido durante tres meses las olas, la desesperación, la sed y las ansias de comerse entre ellos, sino además el escorbuto, la demencia, las quemaduras del sol y las ganas de tantita privacidad. Del Chupacabras más bien he desconfiado, pero estoy dispuesto a admitirlo en cuanto sea indispensable (igual que con el Yeti, con el monstruo del Lago Ness, con el monstruo del Lago de Chapala o con Manuel Muñoz Rocha, a quien casi puedo jurar que he visto desayunando en algún Dunkin’ Donuts)...

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¡Así empezó todo!

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«Awake up to reality!»

La peste

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Por si fuera poca cosa el pantano de paranoia, incertidumbre y calorón en que nos hemos visto orillados a chapotear en estos días —además del puro y agrio miedo: se nos ha hecho considerar a todo prójimo una amenaza ambulante, y peor si de pronto le da por moquear o no puede reprimir un estornudo—, el tiempo largo que ha corrido desde que se activaron las alarmas por el virus maldoso lo ha espesado el tedio más aborrecible. Cerrados los cines, cancelados o pospuestos los espectáculos, los conciertos, las obras de teatro, vedados los estadios y desiertas las plazas comerciales y casi cualquier local para ir a lerendear (verbo tapatío, según yo, que designa lo que se hace cuando uno va a ver y no compra nada), consentidas las ausencias laborales y, en suma, paralizada la nación entera detrás de un gigantesco cubrebocas —que no servirá para mucho más que para tapar los bostezos—, sólo queda resignarse a permanecer en casa y dejar que el mundo sea lo que la tele, internet, los periódicos o la radio nos dicen que es.
       Pero también se puede leer. Una recomendación, al vuelo: recientemente volvió a la circulación un libro viejo de Philip Roth, Nuestra pandilla, que reúne seis hilarantes piezas satíricas sobre la figura delirante de Richard Nixon. Es una de las cosas más divertidas que he encontrado en mucho tiempo; no importa que los tiempos de la guerra de Vietnam queden ya más bien lejos: la estupidez es inmortal, y se renueva con cada generación de políticos, de manera que el libro conserva intacta su frescura y es absolutamente ejemplar si lo que uno quiere es burlarse de quienes se hacen con el poder.
       Claro: para hacerse de una novedad falta que las librerías permanezcan abiertas, o que uno sea lo suficientemente temerario como lanzarse a visitarlas. Yo, que no lo soy, he preferido rebuscar en mis libreros, y en mala hora di con La peste, de Albert Camus. Quién sabe si éste sea el mejor momento para regresar a esa novela admirable y atroz que relata el cerco que la enfermedad, imparable, pone a la ciudad de Orán; que registra la impotencia desoladora de sus habitantes, la emergencia de lo peor —y lo mejor, a veces— de ciertos individuos y, en fin, la evolución de lo humano ante la adversidad más cruel, desde que el doctor Rieux encuentra una rata muerta camino de su consultorio y hasta su última observación, cuando el horror pareció quedar atrás («Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada [...] y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa»). O quién sabe si sea ahora, justamente, cuando haya que leer algo así: podrá sonar cursi, pero cuando la famosa realidad —o sus sucedáneos: sus versiones noticiosas— ofrecen sólo razones para la consternación y la suspicacia, la literatura tiene siempre modo de resguardar algunas certezas indispensables para que nos las arreglemos en la espera de lo que haya de seguir.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de abril de 2009.

A continuación, la que podría ser la banda sonora de la peste actual. 
Con ustedes, desde la República Checa (nomás no se espanten), ¡el grupo Pandemia!

Listos

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Corren tiempos dichosos para los hipocondriacos. Mientras calculamos, con el termómetro a la mano —los termómetros, en plural: lo nuestro es la precisión, y por eso nunca hay que subestimar las discrepancias entre el sobaco, la cavidad bucal y la otra cavidad—, para cuánto alcanzarán las provisiones de antivirales que tenemos el buen sentido de incluir en cada lista del súper, vemos con sorna la proliferación de cubrebocas con que la nación entera se ha ataviado dócilmente. ¡Cubrebocas!...
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Paris Hilton toma precauciones ante la influenza porcina

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«Yo no como eso», le hace.

Como Twinkys

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¿No venían tres en cada bolsita? Uno: en días pasados, la escritora Carmen Boullosa, célebre y desparpajada, dio una entrevista a propósito de su nueva novela, El complot de los románticos, cuya historia se extiende sobre lo feo (así: «feo») que es el gremio de los escritores en México. La trama: un puñado de escritores (feos; o bueno, a lo mejor habrá algún guapo, pero el alma la tienen podrida) se pelean por conceder un premio de novela y, en palabras de la autora, «provocan una tragedia, incendian el Palacio de la Zarzuela, sitio donde se habrían reunido por última ocasión». Nada menos. Pero lo mejor (o lo peor) viene más adelante, cuando a Boullosa le preguntan, o más bien ella se pregunta solita, si el gremio —al que, ¡ay!, ella también pertenece— podría ser peor: sí, se responde, pero adereza la aseveración con este despiste (¿o esperanza?): «Habrá que ver si ahora el narcotráfico decide emprender un mecenazgo literario. Algo que no me extrañaría. Es más: lo deseo». Tal cual. Así de feo.
 
«¿Eso dije?»
Dos: Susan Boyle, una seño que podría haberle servido de modelo a Carmen Boullosa, por lo fea —a estas alturas uno ya no sabe si es políticamente incorrecto decir de alguien que es feo, sobre todo cuando, en efecto, lo es, y más al modo épico de la señora Boyle («señorita», según reveló oportunamente): ni modo—, una escocesa de 47 años que en lugar de peinarse se echa un perro atropellado en la cabeza, es la nueva y fugaz sensación de internet. Su éxito: que, cantando, encantó a los televidentes británicos en un programa dedicado a detectar talentos insospechables. Ya es más famosa que Obama (quien ya dejó de ser el sabor del mes), y por su celebridad incluso ha recibido la oferta de hacer una película, digamos, cochinona. Es chistosa, la mujer: algo así como media versión reloaded de «La Tostada» y «La Guayaba». Podrá no ser una María Callas, pero al menos no aúlla.

    
Tres: hoy es Día Mundial del Libro. Menudean las celebraciones (a mí me hicieron volar a Saltillo para presentar unos libros allá), y en Guadalajara la más espectacular es la que organiza la FIL, con una lectura pública de los cuentos de Horacio Quiroga. No es que esté mal, total, alguien podrá divertirse o hallar esta actividad edificante —y hasta emocionarse con Quiroga, que es entrañable—: lo triste (lo feo, para que tome nota Boullosa) es que el festejado sea, en México, un artículo cada vez más oneroso, una idea vaga que poco se sabe para qué puede servir, un enemigo público y, muchas veces, un franco disparate. Comprar un libro es, cada vez más naturalmente, una insensatez, y no se ve que la cosa vaya a mejorar. Las editoriales se quejan, las autoridades a las que incumbe el tema están demasiado atareadas en medrar, los lectores tenemos que terminar sirviéndonos de otros recursos (las fotocopias, internet), y los libros siguen subiendo de precio. La tradición dice que se regale una rosa, hoy, con cada libro que se compre. Mejor que regalen un descuento, o siquiera unos vales de despensa.
«Quería comprar un libro, pero no traigo un varo».
 
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de abril de 2009.

Corín Tellado

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Supongo que habré leído alguna novela de Corín Tellado. Me gustaría afirmarlo con certeza, y no únicamente porque la señora haya muerto hace unos días y sea ocasión de recordarla mejor (por su obra y no sólo por su fama, quiero decir), sino también porque creo que soslayar su vastísima producción y desdeñar su relevancia significa dar la espalda a una de las escritoras más fascinantes de los últimos tiempos. No es improbable, quiero pensar, que haya dado (yo o cualquiera que hojeara alguna vez las revistas que la publicaban) al menos con una de sus miles de historias armadas con protagonistas arrebatadas por el amor, el deseo, el error o la desgracia; tampoco, seguramente, será tan difícil encontrarlas: si internet no sirviera para cosas como ésta, entonces para qué diablos tendría que existir.
    Aparte de las cifras delirantes que es delicioso repetir al referirse a ella (más de cuatro mil novelas que han vendido más de 400 millones de ejemplares), el hecho es que Corín Tellado era, ante todo, una escritora que tenía absolutamente claro lo que hacía. Aseguraba que sus argumentos los trazaba en cinco minutos —incluido el indispensable final feliz—, y tenía muy en alto el valor de la sencillez. «Ésos que escribían de una forma tan complicada, con tanta intriga que no entiendes y que tienes que leer la novela tres veces para comprenderla, ya no “pitan”. Ahora se lleva lo sencillo. Más sencillo que Cervantes o Lope de Vega... ¿Por qué quieren intrigar tanto?», respondió en una entrevista, a propósito de quienes ven en la sobreabundancia de sus ficciones un sinónimo de mala calidad. Decía que lo suyo eran «novelas de sentimientos», no novelas románticas, y juraba que nunca estuvo enamorada: de ahí que fuera más bien escéptica respecto a las diferencias entre hombres y mujeres: «Yo creo que nos parecemos bastante. Las mujeres paren y los hombres mean contra la pared, eso es todo». Aprovechó inmejorablemente lo que a muchos habría hecho desesperar: la censura: por ella, para eludirla, su estilo se decantó por la sugerencia, por la alusión. Y, lo más admirable de todo, no parecía dar ninguna importancia a nada de lo que llevaba escrito: lo suyo era, siempre, la siguiente historia, la que la mantenía trabajando aun lastrada por la enfermedad —desde hacía años se limitaba a dictar, y una vez firmó una novela que escribió su secretaria—; también estaba dispuesta a admitir sin reparos las indicaciones de sus editores, todo con tal de no llegar a decepcionar al lector. Sus autores favoritos eran Julio Verne y Alejandro Dumas —y, razón de sobra para quererla, de García Márquez opinó: «Ése nunca me convenció».
    Pienso ahora que tan pedante es menospreciarla —después de todo, autoras como ella son, en enorme medida, las responsables de la educación emocional de millones— como innecesario (y también pedante) examinar el prodigio o hacer su elogio: a las generaciones que han vivido como propias sus historias elementales qué les tendría que importar.
Publicado en la columna «La menor iimportancia», en Mural, el jueves 16 de abril de 2009.

Roberto Saviano

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Debe de ser espantoso levantarse por la mañana, ir al baño y, en el espejo, descubrir que el rostro que se lleva encima es el de Roberto Saviano; recordar la presencia de la escolta que lo poblará todo alrededor, saber que el día habrá sido bueno en la medida en que hayan escaseado en él los sobresaltos —aunque seguramente será malo, como todos—, maldecir y maldecirse de nuevo por hallarse viviendo así del modo miserable que supone carecer de domicilio fijo, estar impedido para concertar encuentros cara a cara con quien sea, haber puesto en peligro a propios y extraños y, encima, ser una celebridad festejada por algo que, por no tener ideas mejores —en los tiempos neuróticos que corren, en la pulsión de muerte que los acelera, en la normalización de la suspicacia como el sustituto del aire para respirar—, se ha aceptado naturalmente que fue un desplante de heroísmo.
    Yo no sé si lo que hizo Saviano (infiltrar a la camorra napolitana, salir luego y publicar un libro en el que puso al descubierto los pormenores de la organización criminal y sus redes de complicidades con los poderosos y, en suma, los alcances de la corrupción, con nombres y apellidos; obtener así, claro, la condena a muerte de los aludidos, ver reventar su vida al tiempo que el libro en cuestión se convertía en un best-seller, ganar la solidaridad de intelectuales, políticos y demás pelusa en todo el mundo, y despertar cada día para esperar la bala que lleva su nombre), yo no sé si lo que hizo pueda considerarse como algo distinto de una mera temeridad impensada que —la mafia es la mafia, y no se anda con ternuras— iba a tener las consecuencias tremendas que tuvo para su vida. El hombre aún no cumple los 30 años; en las entrevistas que le he leído —la última la hallé el domingo, aquí mismo: se la hizo Sergio González Rodríguez—, donde habla poco, a menudo es elusivo, es poco literario y, a cambio, repentinamente cursi (de una cursilería adolescente), me ha dado la impresión de ser una invención; quiero decir: Roberto Saviano, héroe o valiente o temerario ingenuo o lo que sea, existe únicamente porque la publicación de Gomorra lo hizo posible; el autor (o quien aceptamos que es el autor) sobrevive tan horrendamente sólo para que su libro continúe siendo tenido en cuenta, como si detrás de esta historia del escritor amenazado hubiera otro, que la ha urdido y permanece, él sí, en las sombras y a salvo.
    Imaginaciones, claro. Lo que me intriga más, con todo, es si el país en guerra que es México tendrá, en algún momento, su propio Saviano. No es deseable, desde luego, pero aunque pueda ocurrir, quizás lo más grave sea que no haga falta. «Después de Gomorra nadie puede decir que no lo sabe, y nadie, en ningún lugar del mundo, puede decir que se trata de historias que no le afectan», dijo el italiano en la entrevista del domingo. En México, aun antes de que tengamos nuestro equivalente a Gomorra, es mucha la gente que sabe y que sabe mucho. Y nos parece tan normal.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de abril de 2009.

Jubilado

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«¡Bienvenido al asilo, chico!»

La noticia ha cundido, y naturalmente ha sido motivo de consternación: Gabriel García Márquez ya no va a escribir ningún nuevo libro. Lo declaró su agente, Carmen Balcells, esa especie de Don King de la literatura: en una entrevista concedida a un periódico chileno, la señora se lamentó, con cifras, de la pérdida que supondrá para su negocio la parálisis creadora ya definitiva y por lo visto irreversible del peso pesado que ahora abandona el cuadrilátero: «Creo que García Márquez no volverá a escribir nunca más, y es un cliente que representa el 36.2 por ciento de facturación», precisó, grácilmente codiciosa. La secundó enseguida Gerald Martin, biógrafo del Nobel de Aracataca, quien de plano ya está santoleando a su biografiado, pues la trayectoria de éste, a su juicio, concluyó «muchos años antes de completar su existencia biológica».
    Aunque la tentación sea grande, la ocasión no es como para salir a echar cohetes. A mí, desde luego, me alegra que varias hectáreas de bosques queden a salvo de convertirse en los excesivos tirajes con que tendría que lanzarse alguna eventual puntada del colombiano, pero tampoco soy ingenuo (o no tanto): aunque de su cabecita octogenaria ya no vaya a salir gran cosa, es seguro que seguirán reeditándose —y con más ganas: de algún modo doña Balcells y demás tendrán que reponerse— los títulos que le han ganado su desmesurada popularidad. La noticia, por lo demás, no es tan sorprendente: es sólo la confirmación de que el hombre ya va de salida, y ha de verse como un anticipo de los fastos que traerá consigo la despedida: homenajes al por mayor, más y más reimpresiones, etcétera. Y significa, además, que el mundo editorial de la lengua española debe estar muriéndose de aburrimiento, o por lo menos necesita una buena zarandeada: ¿por qué tendría que importarle a nadie que García Márquez se retire, si mientras tanto hay —no sólo quiero creerlo: lo creo deveras— puñados de escritores mejores que él en activo y pergeñando obras superiores a la suya?
    «Periodista» que despacha con muecas, gansadas y señas obscenas a los periodistas que se le acercan, y celebridad malagradecida y desatenta que desaira con su silencio arrogante a las multitudes de lectores fervorosos que acuden a donde se presente (en cada FIL, por ejemplo: nomás figura como botarga que aplaude), Gabriel García Márquez, desde hace varios años, es un gran malentendido de la cultura de nuestro tiempo: podrá tener una obra digna de atención, de acuerdo; pero, sea porque así conviene a sus editores o porque los poderosos se sirven de su compañía para no lucir —eso creen— tan viles, el hecho de que tantísima atención recaiga en él (y en otros por el estilo: Fuentes, Saramago, el difuntito Bolaño) supone una confusión perniciosa entre excelencia literaria y espectacularidad comercial... Pero, apenas lo escribo, veo que estoy apuntando una obviedad pasmosa, y por supuesto inútil. ¿Será que mejor sí celebro que al menos éste ya no vaya —dizque— a producir nada más?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de abril de 2009.