Sucede en una fracción de segundo. Entre los minutos 51 y 52 de No Direction Home, la apasionante historia firmada por Martin Scorsese y protagonizada por el recuerdo de Bob Dylan. Ha venido hablando, Dylan, del invierno de 1961, cuando contaba veinte años, apenas había dejado de ser Robert Zimmerman y podía afirmar que «ya estaba listo para Nueva York». Sus precursores, sus modelos, han ido desfilando por la pantalla: voces provenientes de una mitología remota, cantantes de country, de folk y de jazz apenas creíbles por las ajadas imágenes en blanco y negro que los muestran, y porque va volviéndose evidente su influjo en las canciones de Dylan que cruzan el relato: Hank Williams, Johnny Ray, Odetta. Y, sobre todo, Woody Guthrie, de quien el autor de «Blowin’ in The Wind» asegura: «Podías escuchar sus canciones y aprender cómo vivir».
Entonces ocurre el prodigio. Dylan a cuadro, con las arrugas y las canas de sus 64 años, seguramente dirigiéndose a Scorsese (que ha de estar delante de él, preguntándole), precisa lo que buscaba aquel muchacho de veinte años: «Todos estos grandes cantantes, como los que yo quería ser, tenían algo en común. Estaba en sus ojos. Había algo en sus ojos que decía: "Yo sé algo que tú no sabes". Y yo quería ser ese tipo de cantante». Justo en el momento en que pronuncia esas palabras, en la mirada de Dylan es posible advertir —con un estremecimiento inevitable, con sobrecogimiento— que él, como nadie, sabe algo que nosotros jamás podremos saber. Y acaso haya indicios en su voz, en sus canciones. Pero está en sus ojos. Es una fuerza de la naturaleza. O es, sencillamente, sobrenatural.
Entonces ocurre el prodigio. Dylan a cuadro, con las arrugas y las canas de sus 64 años, seguramente dirigiéndose a Scorsese (que ha de estar delante de él, preguntándole), precisa lo que buscaba aquel muchacho de veinte años: «Todos estos grandes cantantes, como los que yo quería ser, tenían algo en común. Estaba en sus ojos. Había algo en sus ojos que decía: "Yo sé algo que tú no sabes". Y yo quería ser ese tipo de cantante». Justo en el momento en que pronuncia esas palabras, en la mirada de Dylan es posible advertir —con un estremecimiento inevitable, con sobrecogimiento— que él, como nadie, sabe algo que nosotros jamás podremos saber. Y acaso haya indicios en su voz, en sus canciones. Pero está en sus ojos. Es una fuerza de la naturaleza. O es, sencillamente, sobrenatural.
Publicado en el suplemento Primera Fila, de Mural, el viernes 29 de enero de 2008.
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1 comentarios:
Dylan es tan genial, que parece espeluznante... alguien, escuchando su música aprendió cómo morir.
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