Como ciudadanos, como meros civiles que salimos a las calles y por ellas vamos de un lado a otro, en nuestras rutinas o en nuestros paseos, en la vivencia diaria de los espacios que nos ha tocado habitar, nos hallamos continuamente en la disyuntiva de adoptar una de dos posiciones para conducirnos con los demás: la urbanidad o la patanería. Si, por ejemplo, en el coche uno está esperando a que el semáforo cambie para arrancar, y una señora despistada se espera hasta el último momento para cruzar, hay dos posibilidades: aventarle la lámina y quizás pegarle un bocinazo para que se apresure (patanería), o esperar sin rabietas los cuatro o cinco segundos que le tomará llegar viva a la otra acera (urbanidad). La señora, evidentemente, ha tenido que hacer una elección antes: pudo ir más atenta a los tiempos del semáforo y, tras calcular que ya no alcanzaba a cruzar sin entorpecer el tráfico —y sin jugarse la vida—, esperar al siguiente alto (urbanidad), pero optó por lanzarse con descuido (patanería). De acuerdo: los peatones, por imprudentes que sean, siempre han de llevar preferencia. Pero la consideración a los demás, vayamos a pie o en coche, supone que ajustemos nuestros pasos y nuestros ritmos a la coreografía ideal que ordena la convivencia en las calles, y según la cual hay tiempos marcados para que pasemos y para que dejemos pasar a los otros. Tiempos y espacios, desde luego: quien atraviesa el coche sobre una banqueta, estorbando miserablemente, ha elegido ser patán, pues siempre pudo haber preferido —nomás que no le dio la gana— buscarle un lugar correcto, así tuviera que caminar un poco más. Etcétera.
Lo curioso es que resulta tan fácil escoger una actitud como otra. Con el tema de la basura, por ejemplo. El Ayuntamiento de Guadalajara tiene por estos días una campaña, con anuncios en la televisión y carteles en las paradas de autobús, en que se ve un carrito de basura siniestro, retacado, que vagamente recuerda la forma de una casa (unos colchones o unos cartones forman el techo). Se lee: «A nadie le gusta vivir en la basura». Pues claro que no —aunque el problema de las generalizaciones es que siempre brinca la excepción que las desarma: no faltará el marrano—: ¿por qué hace falta repetir esta obviedad? Tirar basura en la calle es una de las cosas más sencillas que hay, y a la vez es una de las cosas más fáciles de evitar. Basta con no tirarla. «Guadalajara es tu casa, cuídala, no tires basura», se sigue oyendo en el anuncio. Y no es que el recordatorio sea un disparate, ni mucho menos: lo asombroso es que haya necesidad de hacerlo: que, como ciudadanos seamos todavía incapaces de decidir corectamente por nuestra propia cuenta y según lo dicte nuestra buena educación (cosa más bien escasa), y que puestos en el dilema de arrojar nuestros desperdicios descaradamente o evitarlo y esperar hasta que demos con un bote, mayoritariamente nos inclinemos por la primera opción: la patanería.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 14 de marzo de 2008.
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5 comentarios:
¡Ea Carranza!:
Me encantó la forma tan efectiva y ligera de desarrollar un tema.
"¡Patán!" Será lo próximo que grite a un imprudente transeúnte.
¡Hasta los perros son menos patanes cuando cruzan por los puentes!
Interesante. Qué pasaría si alguien decide conducirse durante un día, por alguna de las dos opciones. ¿Quien es el aventado?
hahaha. muy cierto, a veces optamos por la "patanería" (más que a veces, la mayoría de las veces), talvez por que somos malvados por naturaleza o egoistas o simplemente "es más fácil". Que agradable columa. gracias.
El patán ¿es, o se hace? se hace wey, pero es un mal necesario: ¿quién no dice que porque la doña con su bolsa del mandado se cruzó en cuanto se puso el verde, no te salvó de ser miserablemente impactado por otro conductor más patán que se pasó la luz roja?
un mal que todos hemos sufrido e incluso por descuido lo hemos hecho. Ahora tengo mas atención en una u otra.
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