Ocurrentes que son, los diputados opinaron y decidieron que era buena idea decorar con un mural el recinto en el que trabajan (o en el que se espera que trabajen, para decirlo con más precisión). Un mural. Como si estuviéramos en los años 30. Pero bueno... Para tal efecto, resueltos y entusiastas, eligieron y contrataron a un pintor de reconocida trayectoria, Antonio Ramírez, que desde luego no iba a desperdiciar la oportunidad de desplegar su imaginación de modo tan notorio y tan perdurable. Los murales, como cualquiera puede advertir, son ocasiones inmejorables para afirmar la presencia de un artista a lo largo de los años, pues no sólo sus dimensiones exceden las de casi cualquier lienzo, con las libertades creativas que esto supone, sino que además suelen quedar a la vista del público que incesantemente desfila ante ellos: el gentío que muy probablemente no visita museos, no va a galerías, no «consume» arte, vaya, como se acostumbra decir. De ahí, y es obvio, que los más célebres muralistas mexicanos disfruten de una visibilidad mayor que muchos pintores cuya obra quedó limitada al trabajo de caballete. El caso es que es perfectamente comprensible que Ramírez haya aceptado la misión y que se haya aplicado a ella con rigor y con denuedo.
El pintor, pues, presentó su idea, recibió el visto bueno de los legisladores y, con su equipo de trabajo listo y los muros en blanco, puso manos a la obra. Pasaron los meses. Lo que ocurrió en este tiempo cae en el terreno de las especulaciones: ¿pasaban, los diputados, delante del artista, y veían cómo progresaba en su labor? ¿O nomás no volvieron a acordarse de él? Porque cuando Ramírez dio la pincelada final, retiró los andamios, se limpió las manos con un trapito y consideró que había terminado, la reacción de quienes lo contrataron, y en particular del diputado José Luis Íñiguez, ¡que encabeza la Comisión de Cultura!, fue desproporcionada y absolutamente injustificable: ¡el mural no les gustó! (O bueno, lo único que tenemos seguro es que a Íñiguez no le gustó, pues cuando mostró su desagrado no supo o no quiso dar los nombres de quienes, según él, compartían su opinión). La polémica que siguió, pues Íñiguez acariciaba la idea de borrar el trabajo de Ramírez, fue tan absurda como fugaz: es claro que había un amago de censura, y que ni Ramírez, ni cualquier persona con tantita responsabilidad cívica, iba a permitir el atropello. Es facilísimo: en el arte, como en la fila de las tortillas, un espacio ganado no debe perderse. Íñiguez se proponía ya —o eso decía— convocar a «expertos» que decidieran sobre el futuro de la obra. Pero la idea no pegó, y al final no tuvo más remedio que recular. Lo que sí es que le pidió al pintor una «guía» para explicarle a la gente la obra (¡ahí está la clave: no entendía!). Y aunque hasta ayer no terminaban de pagarle a Ramírez lo que, encima del trago amargo, estaban debiéndole, parece que ya hay una fecha para la ceremonia inaugural. Chin: tan divertido que habría sido ver hasta dónde podía llegar esto.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 6 de julio de 2007.
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1 comentarios:
Esos legisladores tan curiosones, inteligiendo y diciendo que no le había gustado siendo que no le había entendido, que es muuuuuuy diferente.
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