Puestos a hacer generalizaciones, por inservibles que puedan ser —siempre habrá la excepción que las invalide—, el carácter mexicano bien puede definirse por cuatro rasgos esenciales: la falta de precisión, el regodeo en la facha y el desfiguro, la ineptitud para usar preposiciones y la desmemoria. Claro, cualquier observador medianamente atento puede aportar puñados de conductas y tendencias igual de extendidas y ancestrales, pero también convendrá en que toda explicación del desastre cotidiano conduce, invariablemente, a alguna de estas cuatro causas originales. En la vaguedad (en el amor al tanteo y el consecuente desdén de la exactitud), por ejemplo, nacen la impuntualidad, las cuentas malhechas, la inutilidad de todo compromiso —pues siempre quedan huecos por dónde escabullirse—, el imperio de la mentira y del timo (el trasfondo, en realidad, de cuanto pasa por el «ingenio del mexicano»), las inundaciones en las calles y otras catástrofes perfectamente evitables. En cuanto al desprecio de cualquier mínima compostura, recato o aliño, no es sólo que en México sean absolutamente normales y no provoquen espanto los pants y/o las lonjas al descubierto en todo espacio público, sea cual sea la corpulencia de quien así se exhiba: por ahí empieza a entenderse la televisión autóctona toda, la existencia de Elba Esther Gordillo (y similares: hay que ver cómo se ufana Hank Rohn de su chalequito rojo) o la atención que acapara Diego Luna, siempre con su apariencia de menesterosito. Sobre el uso rudimentario que hacen del idioma los medios, los publicistas, los políticos y, en fin, cualquiera que se vea en situación de decir o redactar cualquier cosa, basta con tener ojos u oídos para constatar que la propensión a la barbaridad no tiene remedio y está tan arraigada en la idiosincrasia nacional que ya a nadie le brinca: sea una idiotez mayúscula (las gemas que engastaba Vicente Fox en cada discurso, pero está lejos de ser el único) o sea la omisión de una simple preposición en un titular o en un anuncio espectacular, el mal es el mismo. Y la desmemoria: el domingo pasado, el suplemento Enfoque, de Reforma, publicó un recuento de escándalos que, por memorables que deberían ser, han caído sorprendentemente en el olvido. Los hijitos de Marta Sahagún, el enriquecimiento misterioso de Arturo Montiel, el asesinato de Enrique Salinas de Gortari, y así. El psicólogo social Pablo Fernández Christlieb, consultado al respecto, razonaba que tales noticias acaban desvaneciéndose porque lo que prevalece es la falta de credibilidad: «Nuestros grandes impresentables, con la mano en la cintura, pueden decir cosas vergonzosas. Por eso, no le creemos ya nada a nadie». Y no faltan ocasiones para demostrar esta teoría peregrina de los cuatro rasgos: el famoso chino, ahora, es el sabor del mes: es risible (lo fachoso), no se sabe qué pasó (la inexactitud), nadie atina a decir nada coherente al respecto (el uso primitivo del lenguaje) y antes de que nos demos cuenta lo vamos a olvidar.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 20 de julio de 2007.
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1 comentarios:
Nosotros los seres humanos olvidamos tan rápido. Es demasiado triste esa situación.
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