¿No contempla la reforma fiscal que promueven Agustín Carstens y los diputados que lo secundan incentivar las iniciativas particulares fundadas en la cursilería y sus efectos prodigiosos? Debería. La cursilería no sólo es un recurso natural cuyas reservas están garantizadas por los siglos de los siglos, sino que además se halla al alcance de todo emprendedor y genera automáticamente ricos dividendos. Que la explotación de la emotividad es un magnífico negocio lo saben, evidentemente, los vendedores de globos en forma de corazón, los industriales del peluche, los impresores de tarjetas conmemorativas y los productores de telenovelas y noticieros, pero también cualquier comerciante que alguna vez haya acudido a la invocación de las efusiones del sentimiento con tal de atraer la atención sobre su mercancía, desde las mueblerías que chantajean al hijo ingrato para que le compre una sala nueva a mamá hasta los restaurantes que disponen, a lo largo de todo el año, numerosas trampas para que el afecto —o sus sucedáneos— se convierta en un tarjetazo irresponsable que todo el mundo está dispuesto a soltar con tal de celebrar las llamadas «ocasiones especiales». Por el empeño que ponen en interpelar la sensibilidad ramplona de su público, el payasito de la fiesta merece con sus gansadas el pan que se lleva a la boca, el mariachi enjundioso obtiene aplausos y porras en lugar de una corretiza, la locutora inspirada recibe llamadas que suscriben sus juicios estéticos, el futbolista chillón gana la indulgencia de la porra y se libra del linchamiento, vuelan los miles de ejemplares de la escritora lacrimógena y el pintor más torpe no sólo vende sus bodrios, sino que consigue clientes que le comprarán muchos más... Es interminable el listado de los oficios que existen gracias a ella: la cursilería, tan rentable y tan infalible, motor principalísimo de la economía nacional, no es asunto exclusivo de pastelerías, florerías, prensa rosa, tiendas departamentales, escuelas primarias —y secundarias y prepas y carreras universitarias: desde el primer festival de la primavera en el kínder hasta la foto de la graduación, todo educando está condenado a cruzar un vasto pantanal de melcocha—, espectáculos de cualquier categoría (desde el mimo paupérrimo y repelente hasta la banda que llena estadios), figurones y figurines de la literatura y el arte, opinadores de toda laya y ministros de cualquier denominación religiosa: por supuesto, y con qué magnífica resonancia, los políticos saben echar mano de ella, y en fin, todo vivo que se entere de la característica preferencia nacional por la grandilocuencia sentimental expresada en diminutivos. De ahí que el aprovechamiento de este bien inestimable debería de ser reconocido y alentado por la Miscelánea Fiscal: ni en el turismo, ni en las remesas de los migrantes ni en el petróleo: el futuro del país está en la cartera de los cursis y en su propensión a sacar el billete en cuanto los sacude el temblor de la emoción más emocionante.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 13 de julio de 2007.
2 comentarios:
Pero quien no ha sido cursi al menos una vez en su vida? Creo que no habría exentos, ni el mísmisimo Grinch robador de navidad. Pero si sería una entrada muy fuerte de dinero y con menos evasores, porque muchas veces entre mas personas se enteren de la cursilería, es mejor (por aquello de quemar el pasto o llenarlo con aserrín para dar un mensaje amoroso).
¡¡¡¡Ayyyy!!!! ¡Pero qué bonito artículo!
VC
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