La loca

Las imprecisiones y las oscuridades de las versiones escritas de la historia sólo hay manera de enmendarlas mediante conjeturas e imaginaciones, y a veces éstas son más legibles e iluminadoras que cuanto consta en los registros que buscan fijar lo ocurrido. Lo que llegamos a entender dentro de la inabarcable y movediza idea de la Revolución Mexicana consiste, después de todo, en una gigantesca conflagración de malentendidos, suposiciones, conductas frecuentemente inexplicables de sus actores principales (o inexplicables, digamos, en vista de la distancia que podía haber entre lo que suponemos como sus idearios y lo que conocemos como sus acciones), y como fondo de todo la nación zarandeada incesantemente por un estado de confusión que se ha prolongado hasta nuestros días, y que de seguro nos sobrevivirá por muchas generaciones más.
        Carezco de precisiones, pero sé que mi papá nació unos años antes del estallido de la Revolución Mexicana (mi abuelo, que también fue padre tardío, debió de haber nacido mediado el siglo 19, y a mi bisabuelo le habrá tocado ver los últimos estertores de la Colonia y el origen de la nueva nación). De modo que cuento con información de primera mano, aunque no exista forma de autentificarla (documentalmente, quiero decir). Poco antes de ser encarcelado en San Luis Potosí, durante su campaña presidencial, Madero pasó por Salamanca, donde se celebró un breve mitin en el que el candidato ni siquiera se bajó del tren: desde el último vagón habrá pronunciado un breve discurso, o se habrá limitado a salir a saludar. El caso es que una mujer del pueblo, llamada Josefa (madre de familia, respetable), vio a Don Panchito y enloqueció de amor. Literalmente. El tren partió rápido y ella corrió detrás de él, violentamente olvidada de todo y sin que nadie pudiera hacerla entrar en razón. Mi abuelo, hombre prominente y jefe político del lugar, no tuvo más remedio que hacerse cargo de ella: en el patio de su casa le mandó construir un albergue —marido e hijos se desentendieron de ella—, y ahí la mantuvo. Era una jaula. Y ésa, básicamente, es la idea mejor que siempre he tenido de la Revolución (siempre: desde que alguna vez mi papá me llevó a conocer la que había sido su casa, en el centro de Salamanca, y me  señaló el lugar donde tenían enjaulada a la enamorada): una loca arrebatada de súbito y de la que no volvió a saberse nunca más.

HACIA LA FIL IV
La FIL sirve más para encontrar libros que para buscarlos, y conviene más interrogar a los estantes que a los dependientes de las librerías —o no sabrán cómo dar con el título que uno pide, o bien no lo tendrán en existencias. En el sitio web de la feria hay un buscador, y también en el recinto ferial hay computadoras para tal efecto, pero la información que así se obtiene siempre es insuficiente, no sé si porque las editoriales no proporcionan sus catálogos, o porque no se actualizan. Habría que mejorar eso. Mientras, conformarse con ir a ver qué se halla.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de noviembre de 2010.
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