Casi todos los reproches y acusaciones que se le hagan a la televisión están perfectamente bien fundados y son difícilmente rebatibles. La abundancia de porquería que esparce por los aires del planeta, sin fronteras que valgan —programas grotescos hay en México y en Finlandia y en Australia—; los poderes maléficos gracias a los cuales está al servicio de los peores actores de las sociedades, al mismo tiempo los más poderosos (la alienación del televidente, la imposición de una concepción publicitaria de la realidad, su función de insuperable vehículo para propagandas y falacias de todo signo); el hecho de que su combustible principal e inagotable es la ignorancia y la distracción de un público al que conviene mantener ignorante y distraído; sus frutos emponzoñados, en fin: la exaltación de la estupidez, la violencia, la denigración de lo humano, envuelto todo en una estética de lo estrambótico y lo estridente.
Pero está ese casi, afortunadamente, en el que es posible encontrar —por si hicieran falta— justificaciones suficientes para que la tele sea una compañía provechosa y creadora. (Hay, desde luego, una base de injusticia social odiosa, al menos —y sobre todo— en México: la televisión abierta, que no cuesta más que la luz que gasta el aparato —y lo que cuesta el aparato, claro—, transmite sólo basura, y si algo se salva es en horarios imposibles; la televisión donde puede no haber basura —que también la hay, y mucha— tiene un costo, es provista por compañías abusivas e ineficientes y, en consecuencia, llega a sectores reducidos: es un maldito privilegio). En ese umbral de producciones estimables es donde hay que refugiarse de modo que ver tele no sea un inmediato desperdicio de la vida, pero además para disfrutar de algunos de los frutos mejores de la imaginación contemporánea: series, sitcoms, documentales, y también, aunque menos frecuentemente, mesas de debates, programas musicales, incluso reality shows. Hay que entrenarse, claro, e ir educándose. Pero tan pernicioso es dejar que la televisión nos recete lo que quiera, como perderse de ir a buscar, por cuenta propia y con el criterio bien afilado, ocasiones inmejorables para la felicidad.
Hacia la FIL II
Habría que clonarse para no perderse ninguna de las actividades más recomendables de la feria, que a menudo tienen lugar simultáneamente —y además porque es agotador. El remedio es revisar a fondo el programa, elegir y descartar, organizarse bien. El sitio web de la FIL facilita herramientas para eso: se puede consultar el programa día por día, hay también un buscador de eventos con el que se puede uno armar una agenda electrónica, hay un índice de autores para saber quién estará dónde (más que para saber quién es quién). Puede que de entrada estas herramientas parezcan un poco laberínticas, y en algunos casos la información sea insuficiente, pero sí vale la pena echarles un vistazo con calmita, para ir definiendo prioridades.
Pero está ese casi, afortunadamente, en el que es posible encontrar —por si hicieran falta— justificaciones suficientes para que la tele sea una compañía provechosa y creadora. (Hay, desde luego, una base de injusticia social odiosa, al menos —y sobre todo— en México: la televisión abierta, que no cuesta más que la luz que gasta el aparato —y lo que cuesta el aparato, claro—, transmite sólo basura, y si algo se salva es en horarios imposibles; la televisión donde puede no haber basura —que también la hay, y mucha— tiene un costo, es provista por compañías abusivas e ineficientes y, en consecuencia, llega a sectores reducidos: es un maldito privilegio). En ese umbral de producciones estimables es donde hay que refugiarse de modo que ver tele no sea un inmediato desperdicio de la vida, pero además para disfrutar de algunos de los frutos mejores de la imaginación contemporánea: series, sitcoms, documentales, y también, aunque menos frecuentemente, mesas de debates, programas musicales, incluso reality shows. Hay que entrenarse, claro, e ir educándose. Pero tan pernicioso es dejar que la televisión nos recete lo que quiera, como perderse de ir a buscar, por cuenta propia y con el criterio bien afilado, ocasiones inmejorables para la felicidad.
Hacia la FIL II
Habría que clonarse para no perderse ninguna de las actividades más recomendables de la feria, que a menudo tienen lugar simultáneamente —y además porque es agotador. El remedio es revisar a fondo el programa, elegir y descartar, organizarse bien. El sitio web de la FIL facilita herramientas para eso: se puede consultar el programa día por día, hay también un buscador de eventos con el que se puede uno armar una agenda electrónica, hay un índice de autores para saber quién estará dónde (más que para saber quién es quién). Puede que de entrada estas herramientas parezcan un poco laberínticas, y en algunos casos la información sea insuficiente, pero sí vale la pena echarles un vistazo con calmita, para ir definiendo prioridades.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de noviembre de 2010.
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