Bogavante, de Adrián Curiel Rivera, es la historia de un hombre incapaz de admitir la posibilidad —imponente, pasmosa— de que exista el horno de microondas con foquitos y botones incontables que tiene delante.
Es la historia de un vikingo que duerme en una colchoneta que odia.
Un vikingo al que llaman «cosito».
Es una historia que va muy bien hasta que revienta un frasco de mostaza. O hasta que un gesto de solidaridad le descoyunta la cintura al protagonista: por acomedido, pues quién le mandó ayudarle a un paisano a cargar aquellas cajas voluminosas en el aeropuerto de Boston.
Es la historia de un hombre —o de un crustáceo— que, al igual que cierto Boris (danés pese al nombre eslavo), está lleno de tribulaciones. Este Boris, gemelo espiritual de Homero Gómez —tocayo a su vez de cierto manjar que cierto restaurante madrileño exhibe en sus vitrinas: el Homarus gammarus—, es un conquistador épicamente derrotado por la contemplación de una nativa, con la que no duda en ayuntarse mientras los suyos son expulsados a hachazos de un territorio que, a partir de entonces, pasará a ser perpetuamente mítico e ilocalizable: que alguien diga que esto no es triste.
Como un bogavante, también (en cualquiera de las acepciones que, ilustra el diccionario, tiene el término: la de «primer remero de cada banco de la galera», o bien la que sirve a la zoología marina y por la cual se entiende que es un crustáceo «decápodo, de color vivo, muy semejante por su forma y tamaño a la langosta, de la cual se distingue principalmente porque las patas del primer par terminan en pinzas muy grandes y robustas»), como un bogavante también podemos referirnos a un pintor que trabaja incansablemente en la realización de un cuadro que representa «un barco enorme», explica su novia, «un buque que tiene fresas en lugar de mástiles y nueces en vez de claraboyas» —un barco, la cruel explicación no iba a detenerse ahí, que «navega sobre un extenso mar de girasoles. En el horizonte, suplantando al sol, se pone Saturno con todas sus lunas y su anillo».
(Paréntesis: en algún momento somos puestos al tanto de que la historia que vamos conociendo es la historia de un cobarde. Pero vale más desoír esta noticia ahora, porque el cobarde mismo se encargará de pagar muy caras todas las que debe, y por qué habríamos de juzgarlo antes de tiempo; también porque, en buena parte de sus hechos, está determinado a conseguir que su vida y sus decisiones pasen por las de un valiente —no en balde pinta, también, y compulsivamente, los rasgos del vikingo cuya figura lo obsesiona—, incluso cuando su novia y él encaran a los patrulleros que llaman porque han creído identificar un rechinido, en la inmensidad de la noche, con la reaparición de ciertos rateros que seguro están segueteando los candados del edificio donde previamente los hemos visto refocilarse. Al cobarde y a su novia, claro está, que así se despiden, porque ella se va a trabajar de gerente de una cadena de supermercados en Boston. Massachusetts).
Es, pues, la historia de un expedicionario que traza, entre la Ciudad de México, Boston y Madrid, y entre los brazos de dos mujeres (que casi casi son tres, de no ser por la circunstancia embarazosa, digamos, de que la que pudo ser la tercera ya antes fungía como su suegra; aunque, bueno, puestos a sacar cuentas hubo también otra, pero la cosa no pasó de un besito), el itinerario de una aventura en la que menudean las asechanzas del destino, las pruebas para templar su astucia, las ocasiones en que su puño apresa el peligro, las conflagraciones y los fastos de la pasión, los enigmas inescrutables y los enemigos invencibles —pero que él, faltaba más, desbarata con su espada o su pincel, cualquiera de los dos pero en todo caso flamígera o flamígero—, y también la desolación del héroe abandonado con lo único que conserva, que es su dignidad, por más que pueda no parecérnoslo porque lo hemos visto con un ridículo paliacate colorado en la cabeza, o con los labios pintados en una fotografía que se va por el retrete...
Bogavante, también, es una novela en la que asoma la cabeza, así sea fugazmente, alguien capaz de llevar por nombre el de Don Fermín Hernández del Sacogrueso; una novela que sugiere la «risueña hipótesis» —sí, muy risueña, pero no deja de sugerirla— «de que la mítica Vinlandia pudo haberse encontrado o haber coincidido con los territorios que tres siglos más tarde verían brotar de su seno lacustre la esplendorosa ciudad de Tenochtitlan, de lo que se deduce como consecuencia lógica que los escandinavos pudieron haber confraternizado o guerreado, o ambas cosas, con los diversos clanes indígenas precursores de los aztecas»; es una novela donde hay supermercados que se llaman Holly Golightly’s, y que también contiene una plausible ilustración de las razones que pudieron mover a Eirik el Rojo a bautizar como Groenlandia una tierra que no era verde; una novela a la que le brota una playa en pleno Madrid —pero no es propiamente una playa, sino una discoteca: el delirante locus amœnus donde trabaja una mesera, de nombre Lola Madrid, a las órdenes de un barrigón que deberá ser recordado, ya para siempre, como el autor de la más formidable expresión de reproche/lamento/despecho/desesperación/ganas de pleito/ansias de venganza/desquite pueril/resignación/amor/odio que haya conocido la literatura en castellano en mucho tiempo; una novela donde Homero repentinamente se siente Palinuro (pero en realidad sólo está borracho y se niega a soltar el volante de su «vochito»); una novela en la que puede nevar (y no sólo en las calles, sino sobre todo en el ánimo de sus personajes, de pronto desvalidos y conmovedores); en la que una gobernanta escandinava y urgida de novio decreta la decapitación de ciertos súbditos; en la que existe un Departamento de Intercambio Interactivo Institucional Local en el Departamento del Distrito Federal; en la que alguien rema incesantemente al ritmo de un tambor, el cuerpo llagado por la humedad y el hacinamiento; en la que un telefonazo desde el otro lado del océano, una Nochebuena horripilante, deja varios damnificados. Una novela en la que un hombre se encuentra un libro, empieza a leerlo en un avión y termina por quedar reducido a algo apenas distinto de un crustáceo vencido y a punto de ser cocinado, o algo apenas distinto de un vikingo con las tenazas sujetas al remo por los grilletes que ya jamás será capaz de quitarse.
Además de todo esto, Bogavante, por si fuera poco, es una novela absolutamente fascinante.
Es la historia de un vikingo que duerme en una colchoneta que odia.
Un vikingo al que llaman «cosito».
Es una historia que va muy bien hasta que revienta un frasco de mostaza. O hasta que un gesto de solidaridad le descoyunta la cintura al protagonista: por acomedido, pues quién le mandó ayudarle a un paisano a cargar aquellas cajas voluminosas en el aeropuerto de Boston.
Es la historia de un hombre —o de un crustáceo— que, al igual que cierto Boris (danés pese al nombre eslavo), está lleno de tribulaciones. Este Boris, gemelo espiritual de Homero Gómez —tocayo a su vez de cierto manjar que cierto restaurante madrileño exhibe en sus vitrinas: el Homarus gammarus—, es un conquistador épicamente derrotado por la contemplación de una nativa, con la que no duda en ayuntarse mientras los suyos son expulsados a hachazos de un territorio que, a partir de entonces, pasará a ser perpetuamente mítico e ilocalizable: que alguien diga que esto no es triste.
Como un bogavante, también (en cualquiera de las acepciones que, ilustra el diccionario, tiene el término: la de «primer remero de cada banco de la galera», o bien la que sirve a la zoología marina y por la cual se entiende que es un crustáceo «decápodo, de color vivo, muy semejante por su forma y tamaño a la langosta, de la cual se distingue principalmente porque las patas del primer par terminan en pinzas muy grandes y robustas»), como un bogavante también podemos referirnos a un pintor que trabaja incansablemente en la realización de un cuadro que representa «un barco enorme», explica su novia, «un buque que tiene fresas en lugar de mástiles y nueces en vez de claraboyas» —un barco, la cruel explicación no iba a detenerse ahí, que «navega sobre un extenso mar de girasoles. En el horizonte, suplantando al sol, se pone Saturno con todas sus lunas y su anillo».
(Paréntesis: en algún momento somos puestos al tanto de que la historia que vamos conociendo es la historia de un cobarde. Pero vale más desoír esta noticia ahora, porque el cobarde mismo se encargará de pagar muy caras todas las que debe, y por qué habríamos de juzgarlo antes de tiempo; también porque, en buena parte de sus hechos, está determinado a conseguir que su vida y sus decisiones pasen por las de un valiente —no en balde pinta, también, y compulsivamente, los rasgos del vikingo cuya figura lo obsesiona—, incluso cuando su novia y él encaran a los patrulleros que llaman porque han creído identificar un rechinido, en la inmensidad de la noche, con la reaparición de ciertos rateros que seguro están segueteando los candados del edificio donde previamente los hemos visto refocilarse. Al cobarde y a su novia, claro está, que así se despiden, porque ella se va a trabajar de gerente de una cadena de supermercados en Boston. Massachusetts).
Es, pues, la historia de un expedicionario que traza, entre la Ciudad de México, Boston y Madrid, y entre los brazos de dos mujeres (que casi casi son tres, de no ser por la circunstancia embarazosa, digamos, de que la que pudo ser la tercera ya antes fungía como su suegra; aunque, bueno, puestos a sacar cuentas hubo también otra, pero la cosa no pasó de un besito), el itinerario de una aventura en la que menudean las asechanzas del destino, las pruebas para templar su astucia, las ocasiones en que su puño apresa el peligro, las conflagraciones y los fastos de la pasión, los enigmas inescrutables y los enemigos invencibles —pero que él, faltaba más, desbarata con su espada o su pincel, cualquiera de los dos pero en todo caso flamígera o flamígero—, y también la desolación del héroe abandonado con lo único que conserva, que es su dignidad, por más que pueda no parecérnoslo porque lo hemos visto con un ridículo paliacate colorado en la cabeza, o con los labios pintados en una fotografía que se va por el retrete...
Bogavante, también, es una novela en la que asoma la cabeza, así sea fugazmente, alguien capaz de llevar por nombre el de Don Fermín Hernández del Sacogrueso; una novela que sugiere la «risueña hipótesis» —sí, muy risueña, pero no deja de sugerirla— «de que la mítica Vinlandia pudo haberse encontrado o haber coincidido con los territorios que tres siglos más tarde verían brotar de su seno lacustre la esplendorosa ciudad de Tenochtitlan, de lo que se deduce como consecuencia lógica que los escandinavos pudieron haber confraternizado o guerreado, o ambas cosas, con los diversos clanes indígenas precursores de los aztecas»; es una novela donde hay supermercados que se llaman Holly Golightly’s, y que también contiene una plausible ilustración de las razones que pudieron mover a Eirik el Rojo a bautizar como Groenlandia una tierra que no era verde; una novela a la que le brota una playa en pleno Madrid —pero no es propiamente una playa, sino una discoteca: el delirante locus amœnus donde trabaja una mesera, de nombre Lola Madrid, a las órdenes de un barrigón que deberá ser recordado, ya para siempre, como el autor de la más formidable expresión de reproche/lamento/despecho/desesperación/ganas de pleito/ansias de venganza/desquite pueril/resignación/amor/odio que haya conocido la literatura en castellano en mucho tiempo; una novela donde Homero repentinamente se siente Palinuro (pero en realidad sólo está borracho y se niega a soltar el volante de su «vochito»); una novela en la que puede nevar (y no sólo en las calles, sino sobre todo en el ánimo de sus personajes, de pronto desvalidos y conmovedores); en la que una gobernanta escandinava y urgida de novio decreta la decapitación de ciertos súbditos; en la que existe un Departamento de Intercambio Interactivo Institucional Local en el Departamento del Distrito Federal; en la que alguien rema incesantemente al ritmo de un tambor, el cuerpo llagado por la humedad y el hacinamiento; en la que un telefonazo desde el otro lado del océano, una Nochebuena horripilante, deja varios damnificados. Una novela en la que un hombre se encuentra un libro, empieza a leerlo en un avión y termina por quedar reducido a algo apenas distinto de un crustáceo vencido y a punto de ser cocinado, o algo apenas distinto de un vikingo con las tenazas sujetas al remo por los grilletes que ya jamás será capaz de quitarse.
Además de todo esto, Bogavante, por si fuera poco, es una novela absolutamente fascinante.
Bogavante, de Adrián Curiel Rivera. Axial, México, 2008.
Publicado en Replicante 17.
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1 comentarios:
De alguna u otra forma tengo que conseguir este libro, se lee bastante interesante y locochón.
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