Fotos: Natalia Fregoso
Hay razones para afirmar que el paisaje era distinto, aunque una somera verificación de sus elementos invariables invalide pronto —qué remedio— dichas razones. La fuente, por ejemplo, jamás la vimos funcionar: sigue siendo un cubo de concreto sostenido en vilo sobre el breve foso donde la lluvia se encharca, obcecadamente inmunda en su quietud. Las dos pérgolas en la esquina sur eran ya incomprensibles, y feas, y acaso sólo se desplazó unos metros la caseta del sitio de taxis. Hay demasiadas bancas, unas veinte: es imposible imaginar que todas lleguen a ocuparse, y es que, salvo para las palomas (también demasiadas), es sobre todo un lugar de paso: se lo cruza en diagonal, hacia la avenida y desde ella —como sucederá, seguramente, con los incontables jardines cuya implantación en un barrio obedece sólo a la observancia de disposiciones que obligan a dejar «áreas verdes» cuyo único sentido es el de estar ahí. En cuanto a los árboles, parece que dos fueron talados y, misteriosamente, perseveraron en rehacerse, y lo demás es vegetación anodina y precaria. Aparte, claro, de la estatua del General Aguinaldo, el héroe filipino insólito en ese lugar, que aun con la punta del sable rota, el bronce deslucido y la placa desaparecida, se tiene en pie, insurrecto para siempre mientras ve pasar la gente y los camiones.Pero aquello, aunque sigue igual, era otra cosa, innegablemente. Acaso no haya misterio en el hecho de que ese jardín hubiera terminado convertido en uno de esos territorios que la memoria privilegia con el fulgor silencioso de los recuerdos decisivos: estaba cerca cuando nos fugábamos de clase —casi porque era inevitable: nunca faltaba el profesor descabellado o cretino que nos orillaba a huir—, o bien nos quedaba en el camino que tomábamos al salir. Para el efecto de conseguir lo que procurábamos (la compañía deliberadamente demorada, la mera vivencia del instante en presencia uno del otro, la acallada fabricación de conjeturas y, alguna vez, cierto levísimo e inolvidable roce quizás no del todo accidental y cuya felicidad alarmante sólo ahora nos es dado admitir), nos servían igual los escalones de una farmacia en la esquina donde esperábamos el camión, cualquier banqueta por la que fuéramos, cualquier otro jardín. Pero tocó que fuera éste, objetivamente indefendible por quien sea que no sea ella o yo, que dimos en pasar ahí mucho tiempo, jueves y sábados. Mucho tiempo: tanto como si supiéramos —y no lo sabíamos, pero de algún modo lo sabíamos— que a la vuelta de veintidós años habríamos de regresar y encontrarlo de nuevo. Porque, además, es invisible.
Publicado en la columna «Excipiente», en KY núm. 5-6.
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3 comentarios:
Oye, este texto me encanta...
Este parque me encanta...
Y tú me encantas...
Perdón que meta yo mi cucharota para aguadarles la sopa, pero, jóvenes, hay gente viéndolos.
¡Víctor!
...Te hablan por teléfono...
Jajajajajaja.
Saludos, Sr. Cabrera.
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