Inolvidable (no sé si desgraciadamente), y sobre todo por la imitación suya que hacía Eduardo Manzano, el Polivoz. La pondría aquí, pero para qué: a quien le dé curiosidad, que la busque, al cabo todos andamos aquí de ociosos.
Hace un par de días salió la noticia de que a los marines de Estados Unidos se les ha prohibido el uso de redes sociales, como Facebook, MySpace o Twitter, por razones de seguridad estratégica. La medida tendrá vigencia de un año, y contempla la salvedad de que las tropas se conecten a estas redes cuando «no estén en su lugar de trabajo». Se entiende que el razonamiento es más o menos éste: si un militar destacamentado (así se dice) en territorio de guerra proporciona los datos de su ubicación, además de cuantas indiscreciones se le antojen, como fotos de las instalaciones en que se encuentra, mensajes que cruce con sus compañeros, noticias sobre sus acciones o lo que sea, estará brindando información que facilite al enemigo dar con él y abatirlo más sencillamente.
El tema de los usos malévolos que se pueden dar a estas herramientas de comunicación no es nuevo; recurrentemente hay oleadas de paranoia en las que proliferan mensajes de alerta respecto a los riesgos que supondría abrir las ventanas de la privacidad a la curiosidad de millones de enemigos potenciales. Con dar las propias señas en Facebook (qué hace uno, qué quiere, que le gusta, con quién se junta), según esta perspectiva, uno estaría franqueándole el paso a los secuestradores o a cualquier otro tipo de maldoso que guste aprovecharse. Desde luego: tan cierto es que los excesos de la indiscreción pueden ser peligrosos como que la gente es muy burra y no mide. Al 15 de julio, Facebook alcanzó la cifra de 250 millones de usuarios interconectados: más de algún indeseable estará pendiente de las ocasiones para medrar.
Pero el abuso del medio (hablo de Facebook, básicamente: a MySpace dejé de pelarlo cuando me hartó —pronto— , y a Twitter me he resistido, supongo que por rollero: los 140 caracteres que permite para cada mensaje no me alcanzan ni para una muela) tiene otras consecuencias perniciosas que veo mucho más complicado erradicar. La impertinencia, sobre todo. Estoy de acuerdo en que uno entra a esa conversación tumultuosa y desordenada para saber de los «amigos» (etiqueta falaz: yo tengo puñados de «amigos» que no conozco, y con otros muchos ni nos volteamos a ver si nos encontramos en la calle), así como para dar noticias de uno mismo; lo malo es que una altísima proporción de esas noticias consista en informaciones bobaliconas con las que sólo se consigue importunar a los demás. Ojo: no desdeño el valor de lo inútil, que puede ser muy sabroso: yo no me habría enterado de que Demis Roussos no sólo sigue vivo, sino que además anda de gira, de no ser porque un amigo —que seguramente no tiene nada mejor que hacer— se desveló colgando en Facebook varios videos esperpénticos del griego barrigón. Lo que me revienta es leer, por más que no quiera, qué le dicen las galletitas de la fortuna a medio mundo, o el resultado de cualquier otro jueguito o test de los que abundan. Y es que no todo lo que es ocioso es divertido, y ni siquiera simpático. Como este berrinche, seguramente.
El tema de los usos malévolos que se pueden dar a estas herramientas de comunicación no es nuevo; recurrentemente hay oleadas de paranoia en las que proliferan mensajes de alerta respecto a los riesgos que supondría abrir las ventanas de la privacidad a la curiosidad de millones de enemigos potenciales. Con dar las propias señas en Facebook (qué hace uno, qué quiere, que le gusta, con quién se junta), según esta perspectiva, uno estaría franqueándole el paso a los secuestradores o a cualquier otro tipo de maldoso que guste aprovecharse. Desde luego: tan cierto es que los excesos de la indiscreción pueden ser peligrosos como que la gente es muy burra y no mide. Al 15 de julio, Facebook alcanzó la cifra de 250 millones de usuarios interconectados: más de algún indeseable estará pendiente de las ocasiones para medrar.
Pero el abuso del medio (hablo de Facebook, básicamente: a MySpace dejé de pelarlo cuando me hartó —pronto— , y a Twitter me he resistido, supongo que por rollero: los 140 caracteres que permite para cada mensaje no me alcanzan ni para una muela) tiene otras consecuencias perniciosas que veo mucho más complicado erradicar. La impertinencia, sobre todo. Estoy de acuerdo en que uno entra a esa conversación tumultuosa y desordenada para saber de los «amigos» (etiqueta falaz: yo tengo puñados de «amigos» que no conozco, y con otros muchos ni nos volteamos a ver si nos encontramos en la calle), así como para dar noticias de uno mismo; lo malo es que una altísima proporción de esas noticias consista en informaciones bobaliconas con las que sólo se consigue importunar a los demás. Ojo: no desdeño el valor de lo inútil, que puede ser muy sabroso: yo no me habría enterado de que Demis Roussos no sólo sigue vivo, sino que además anda de gira, de no ser porque un amigo —que seguramente no tiene nada mejor que hacer— se desveló colgando en Facebook varios videos esperpénticos del griego barrigón. Lo que me revienta es leer, por más que no quiera, qué le dicen las galletitas de la fortuna a medio mundo, o el resultado de cualquier otro jueguito o test de los que abundan. Y es que no todo lo que es ocioso es divertido, y ni siquiera simpático. Como este berrinche, seguramente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de agosto de 2009.
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3 comentarios:
Piedras en el ojo, en el riñón y en la cara (en la vesícula no porque ya no tengo). Ni modo, cuando uno tiene demasiado tiempo "libre" las galletas resultan harto entretenidas.
En fin, voy a revisar mi feisbuck.
Puedes ocultar las galletas y todo lo demás, seguro ya sabes cómo, pero yo acabo de descubrirlo. Desliza el mouse a la esquina superior derecha de la publicación y aparecerá un botón que te da la opción de "ocultar a fulano" u "ocultar la galleta, test, regalo. . ." y pos click. Tu Facebook lucirá escombradito.
Mejor no hay que usar feisbuc que nos secuestran mi JIC
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