Instantánea subrepticia de un trovador restaurantero, justo en el momento en que aúlla, de la inspiración del Buki, aquello de «Si no te hubieras ido / estarías aquí». ¿O no va así?
Iba a decir que, detrás del verdugo, del recaudador de impuestos, del agente de tránsito, y un poco más adelante del vendedor de tiempos compartidos, del cadenero de bar, del limpiaparabrisas o del empleado de telemarketing (o como sea que se llame esa maldita cosa que consiste en marcar teléfonos de desconocidos para importunarlos), el oficio de trovador restaurantero debe de ser uno de los más detestados del mundo. Iba a decirlo, pero caigo en la cuenta de que la estadística vendría inmediatamente a contradecirme, dada la multitud de trovadores restauranteros que en el mundo (o, por lo pronto, en Guadalajara) tañen y rasguean y se desgañitan y dicen chistes, y peor, dado el evidente gusto con que los festejan y les piden otra —o al menos no protestan— los incontables comensales que hay siempre en sus inmediaciones. Porque, vamos a ver: según mi forma de entender la vida, si hay un lugar donde un sujeto dispone de bocinas para lanzar al mundo las más tortuosas demostraciones de su pésimo gusto, lo que tendría que hacer un ciudadano medianamente razonable es ponerse a salvo, ¿no? Pero, en vez de pasar de largo, la gente, por lo visto, prefiere invariablemente los lugares así, y se regocija y se queda las horas escuchando los éxitos de Mario Pintor, de Mocedades o de Sandro de América, de modo que el cantador termina siendo más importante que la comida o que lo barato del lugar.
Supongo que de algo servirá reconocer las diferencias entre lo detestable y lo que uno detesta. No siempre es fácil: ahora mismo escribo esto en un café de ésos donde el cajero me trata como si fuera un primo confianzudo («Gracias, que estés muy bien», me dice sonriente cuando me da el cambio), pedir un expreso es complicadísimo (el sistema de medidas, sabores, añadidos y temperaturas, con sus combinaciones infinitas, es sencillamente indescifrable), acabo tomando lo que no quiero (¡no, entiéndanlo, no quiero crema, ni leche de soya, ni canela, ni crema batida, ni chispitas de chocolate, ni un pastelito, ni nada!) y, encima, me rotulan el vasito con mi nombre, como si estuviera en una fiesta infantil. Bueno, pues aquí tiene rato sonando una música horrenda —elección del cajero ñoño, imagino— que, sumada al trámite descrito, redondea a mi juicio lo aborrecible del lugar. ¿Por qué, entonces, está lleno, y por qué la gente se ve tan contenta?
Lo asombroso es que, grabada o en vivo, la música impuesta, obligatoria, siempre a volúmenes crueles y siempre fea, o por lo menos enfadosa, parezca ser cosa buena y tenga tanta aceptación. Sea que instalen a un copetón de voz engolada, guitarra en mano, con un repertorio que va de Mijares a Diego Verdaguer, o sea que pongan cualquier selección inmunda que les dé la gana, los restauranteros saben que hacemos minoría los confundidos ignorantes de que nuestras aversiones están lejos de ser compartidas por los felices demás. Larguémonos entonces con nuestras muinas a donde se pueda estar en paz.
Supongo que de algo servirá reconocer las diferencias entre lo detestable y lo que uno detesta. No siempre es fácil: ahora mismo escribo esto en un café de ésos donde el cajero me trata como si fuera un primo confianzudo («Gracias, que estés muy bien», me dice sonriente cuando me da el cambio), pedir un expreso es complicadísimo (el sistema de medidas, sabores, añadidos y temperaturas, con sus combinaciones infinitas, es sencillamente indescifrable), acabo tomando lo que no quiero (¡no, entiéndanlo, no quiero crema, ni leche de soya, ni canela, ni crema batida, ni chispitas de chocolate, ni un pastelito, ni nada!) y, encima, me rotulan el vasito con mi nombre, como si estuviera en una fiesta infantil. Bueno, pues aquí tiene rato sonando una música horrenda —elección del cajero ñoño, imagino— que, sumada al trámite descrito, redondea a mi juicio lo aborrecible del lugar. ¿Por qué, entonces, está lleno, y por qué la gente se ve tan contenta?
Lo asombroso es que, grabada o en vivo, la música impuesta, obligatoria, siempre a volúmenes crueles y siempre fea, o por lo menos enfadosa, parezca ser cosa buena y tenga tanta aceptación. Sea que instalen a un copetón de voz engolada, guitarra en mano, con un repertorio que va de Mijares a Diego Verdaguer, o sea que pongan cualquier selección inmunda que les dé la gana, los restauranteros saben que hacemos minoría los confundidos ignorantes de que nuestras aversiones están lejos de ser compartidas por los felices demás. Larguémonos entonces con nuestras muinas a donde se pueda estar en paz.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 13 de agosto de 2009.
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2 comentarios:
Propongo una versión de esa pieza de infame cursilería que citas en tu pie de foto para dedicársela a todos los cobradores de impuestos, vendedores de tiempos compartidos, sujetos (as) que "ofertan" tarjetas de crédito en los centros comerciales y, last but not least, músicos y cantantes, similares y conexos, de la industria restaurantera:
"No hay nada más bonito que vivir sin tiiiii"
"música horrenda —elección del cajero ñoño, imagino—" ¡Cómo me hiciste reír, profe, Gracias!
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