Las cincuenta mil cosas


Nuestros tiempos son difíciles para los entusiasmos duraderos. O quizás el mundo es así desde los días de la Revolución Francesa, cuando el gusto por guillotinar gente se les acabó pronto a quienes repentinamente se descubrieron camino del cadalso. O desde mucho antes, en la Edad Media, siempre que una nueva peste llegaba a barrer las alegrías de quienes bailaban y se felicitaban por no tener ninguna rata a la vista. O todavía más atrás, cuando aparecía un indignado familiar del tigre dientes de sable que una tribu estaba merendándose con gran contento, luego de la exitosa cacería... Será más bien eso: en algún recodo de la evolución perdimos, como especie, la capacidad de mantener el gusto por ninguna cosa, pues siempre ha bastado un simple guiño de la adversidad o del tedio para que cambiemos de opinión y hallemos infinitamente aburrido o cargoso lo que al principio nos pareció una buena idea.
Desilusiones parecidas se experimentan cada que un adelanto tecnológico, original y vistoso cuando dimos con él, súbitamente deja de serlo y se vuelve inútil y ocioso, o de plano una monserga. Pongamos por caso: el servicio de Google Reader, donde con sólo disponer de una conexión a internet y un mínimo de pericia para pulsar las teclas y hacer los clicks que se indican con toda sencillez, uno tiene el mundo a su alcance: la posibilidad de enterarse absolutamente de todo cuanto quiera, por ejemplo de las noticias que publican periódicos y sitios informativos del mundo entero, en el momento mismo en que están pasando las cosas y etcétera. Además, y sin abandonar la misma pantallita, también hay modo de ir recibiendo notificaciones instantáneas de cuanta ocurrencia se le antoje «colgar» a quienes, en el momento de la obnubilación inicial (cuando todavía pensábamos que serviría de algo), decidimos incluir en el catálogo de blogs y sitios personales que supusimos (la misma obnubilación) que nos iban a interesar. Por instantes, uno se siente en el ombligo del universo, capaz de saber inmediatamente qué acaba de pasarle por la cabeza al colega que va redactando su bitácora desconsolada desde Campeche, qué ha dicho el Primer Ministro de Israel en los últimos quince minutos, qué trae entre manos la NASA, en qué imaginaciones anda la amiga que vive a unas cuadras, cómo está yéndole al Atlante en Cancún, qué nueva pataleta ha hecho Guillermo Sheridan en su «Minutario», si siguen las inundaciones y el desastre en Oxford o qué nueva barbaridad habrá soltado el Gobernador Casto y Fiel. Las novedades van acumulándose frenéticamente: diez, cien, miles en cosa de minutos. ¿Cuánto tiempo puede permanecer alguien al pendiente, en esa persecución interminable del presente? Con tal de preservar la salud mental, sólo el suficiente para asomarse muy de vez en cuando y ver cómo va acumulándose el rastro de lo inservible. Pronto el juguetito se convierte, como decían Los Polivoces, en «una de las cincuenta mil cosas que no nos importan». Hasta que salga uno nuevo y ahí estemos otra vez.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 17 de agosto de 2007.
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3 comentarios:

Jos Velasco dijo...
17 de agosto de 2007, 17:50

Qué ironía, gracias al google reader llegué a esta ventanita.

Que por cierto no se me han terminado las ganas de usarlo.

Alejandro Vargas dijo...
19 de agosto de 2007, 15:17

Ya el google reader se ha convertido en una de mis herramientas mas usadas para esto de los blogs, me mantiene al tanto de lo nuevo y la táctica está en no atrasarse...pero eso conlleva a atrasarse en otras cosas. La otra técnica es dejar lo elemental y dejar las noticias como un componente aparte en nuestro iGoogle.

Anónimo dijo...
23 de agosto de 2007, 12:48

Desafortunadamente, el tema aplica también para los que somos viejos,
"actualizarnos o no importarle a muchos"