Los espejos de la eternidad

Foto: Edna Ortiz

La biografía oficial de Elvis Presley establece que fue de mellizos el parto que lo depositó en Tupelo, Mississippi, el 8 de enero de 1935; otras versiones, sin embargo, afirman que los bebés fueron tres: Jessie Garon —del que más suele oírse, muerto al poco tiempo—, Norbert Faron —el misterioso— y Elvis Aaron, el que más tranquilizador resulta creer que está enterrado en Graceland. Como sea, el caso es que desde el principio la genética ya había decidido que el futuro ídolo no fuera irrepetible, y quizás entonces comenzó a tomar forma la peculiar posteridad que le correspondería: pocos astros deben tener tantas réplicas como él. ¿Por qué a muchos de sus devotos les resulta tan fascinante adoptar la estrafalaria apariencia que incluye los trajes blancos ajustadísimos y tachonados con pedrería estridente, los lentes de trailero, la capita (¡la capita!), el mechón bituminoso dejado caer con cuidadoso descuido y las patillas? Seguramente, en el torrente de misterios que mantienen lleno este océano, es uno de los que se resuelven con mayor facilidad: la gente se disfraza por la mera necesidad de perpetuar la presencia de su Rey, y eso explica también que exista —imposible que a nadie se le ocurriera— una organización que trabaja en la recaudación de donativos para presionar a la comunidad científica a fin de alcanzar el sencillo propósito de clonarlo de una buena vez: Americans for Cloning Elvis.
Lo que interesa más son las razones de que su voz haya podido modular la educación sentimental de una generación y resonar como un eco ineludible para las que vendrían después —y no sólo como un fenómeno de consumo nacional: aunque el conscripto encarnó como nadie al chico de ensueño, lo mismo para las jovencitas gringas arrebatadas por sus caderazos que para los padres de éstas, cálculos conservadores estiman que al menos el 40 por ciento de las millonarias ventas de sus discos han tenido lugar fuera de Estados Unidos. O, más que un eco, un estruendo: abruma asomarse a la vertiginosa cantidad de materiales discográficos, películas, sitios de internet y libros que hay en torno a la figura de Elvis (una consulta inocente a Amazon arroja 13 mil 843 títulos: ¿uno al azar? El Tao de Elvis, de David Rosen, en cuya portada aparece el cantante como un Buda copetón). Y tal barullo no ha hecho sino crecer desde que, pasada la etapa de los pañales para adulto, la dieta de pastillas y las lecturas esotéricas, el hombre se retirara a un baño de su mansión para retirarse para siempre, hace 30 años.
Tal vez, naturalmente, las claves del enigma estén en el lugar más evidente: en las canciones que, por lo visto, le ganaron la eternidad. Y eso, claro, de admitir que haya sido él quien murió, y no una de sus réplicas. Hace unos quince días, para no ir más lejos, se lo vio por última vez: llegaba en un Cadillac rosa a las puertas de un hotel, en Las Vegas. Bajó, diligente, a abrir la puerta para que subiera una pareja de ancianos que esa noche iba a tenerlo como chofer. ¿Cómo asegurar que no era él?

Publicado en Mural el jueves 16 de agosto de 2007.
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