Tengo la sospecha de que todo buen ensayo debe partir de una sospecha. Lo digo no sólo para obligarme a intentar que este ensayo sea todo lo bueno que pueda (lo que pueda él y lo que pueda yo, pues frecuentemente son escasos los recursos del ensayista ante la voluntad soberana de su escritura), sino porque esa sospecha me orilla a albergar otra, un poco alarmante: que un tiempo rico en ocasiones para la sospecha, como el tiempo que corre, depara un considerable riesgo a los practicantes de la escritura ensayística: el riesgo, justamente, de perder el tiempo.
Como sospecho, por otro lado, que las admoniciones contra el desperdicio de la propia vida son generalmente repelentes por su carácter moralizante, antes de empezar a explicarme debo aclarar que nada tengo contra la procuración y el disfrute del ocio ni contra la libertad con que cada individuo puede disponer de las posibilidades para la inacción, la inmovilidad, la futilidad de sus horas o la mera haraganería. Es más: todo afán que tienda a cualquier noción de productividad, particularmente en términos intelectuales, me parece en principio objetable, pues a menudo ésa es la vía de ingreso a una inercia frenética y perversa de la que sólo cabe esperar una ingente acumulación de necedades, como lo demuestra un vistazo a las mesas de novedades en las librerías, a las páginas de los periódicos y de sus suplementos o a las revistas —para no hablar de una navegación por el sinfín de recursos de autoedición en internet, o de una incursión por las lóbregas bodegas que atesta la actividad académica. Siempre que signifique sustraerse a esa dinámica de codicia y ansias de notoriedad, más y mejor deberíamos proponernos perder el tiempo: cada que veo aparecer un nuevo libro o un artículo, digamos, de Carlos Fuentes, me pregunto si nadie se habrá ocupado nunca de hacerle saber las felicidades de no hacer nada más que ver la tele.
Hecha esta aclaración, mi temor al riesgo de perder el tiempo al que me refiero procede de una preocupación que he venido formulando como ensayista, como lector, como editor y como coordinador de talleres de ensayo literario, por una parte, y con otra de índole vagamente histórica —para decirlo con una ampulosidad que espero desinflar conforme progresen estas líneas. La primera preocupación, entonces, está íntimamente relacionada con la naturaleza de mi trabajo alrededor del ensayo, y consiste en la relevancia que para ese trabajo tiene la resolución de un doble problema: la identificación de los asuntos a los que se debe prestar atención y la pertinencia del abordaje ensayístico de tales asuntos. No dudo que haya bienaventurados a salvo de encarar tal problema (saber siempre sobre qué escribir y por qué), pero a mí me resulta ineludible desde mi comprensión del ensayo como un territorio de libertad prácticamente irrestricta donde puede ocurrir lo que sea y como sea: el ensayo como una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas van proponiendo nuevas preguntas, y en la que no son infrecuentes la vacilación o la rectificación, la ironía o el humor, la piedad o la sorna, el desenfado o el suave gozo propio de las caminatas, pero tampoco la irritación, la rabia o hasta la amargura, el escepticismo o el desencanto, la vanidad o la indiferencia, la mezquindad o la pura y seca animadversión. Ni la tristeza, claro, o la alegría, o el optimismo o la pesadumbre, o el rencor o la devoción. El ensayo, en suma, como una vía de conocimiento, sin restricciones formales ni otros imperativos que la legibilidad y la búsqueda de originalidad y profundidad. Dada esa generosidad del género, tengo para mí que la sola dificultad del ensayista tendría que estribar en la elección de su tema, de manera que por virtud de éste consiga que la curiosidad del lector se sincronice con la suya: con su inteligencia, con su imaginación, con su emoción.
Dicho así, naturalmente, parece sencillo ampararse en la liberalidad con que el ensayo admite hacerse cargo de cualquier asunto: el crujido de un palillo de dientes al romperlo entre los dedos o el crujido que anuncia el desplome de una nación; el resplandor de un recuerdo inesperado o, como insistían los mensajes electrónicos de Epigmenio León previos a este encuentro, «El estado actual del ensayo mexicano»1, materia misteriosa como la que más. Sin embargo, a poco de comenzar a aprovechar esa liberalidad sobreviene infaliblemente el encontronazo con la duda paralizante: si puedo hacer un ensayo sobre lo que sea —y, además, como yo quiera—, ¿cuál es la justificación de que lo escriba? Y se empiezan a escuchar los pasos retumbantes de la tradición, que se aproxima a ver las sílabas que candorosamente voy largando: lo más probable es que alguien se haya ocupado de esto antes que yo. Y no sólo eso: seguramente alguien más está en lo mismo en este mismo momento. De ahí que la elección de mi asunto valga sólo en función del abordaje que haré, o puesto de otra forma: que el mérito de mi ensayo dependerá de la medida en que demuestre por sí solo haber sido absolutamente necesario.
Esa duda, con todo, siempre es posible remontarla —y además no hay más remedio—, pues finalmente el ensayo también es, como bien sabía Chesterton, un salto en la oscuridad. Pero me interesa insistir aquí sobre ella por la misma razón por la que lo hago en mis talleres (y que, es en buena medida, el principio operativo de mis exigencias como lector, de mi criterio como editor y de mis propósitos como ensayista): para que un ensayo merezca ser leído, la voluntad de especulación que lo ha propiciado ha de estar supeditada a la búsqueda de la mayor pertinencia posible, es decir: el ensayista debe tener presente en todo momento la altísima probabilidad de que lo suyo no sólo no interese, sino que además no importe. Sólo excepcionalmente, claro, podrá cualquiera de nosotros conseguir que un ensayo reúna las cualidades para que su lectura sea cautivadora y su influencia decisiva (por cuanto incida en los derroteros de la famosa realidad, pongamos, o porque llegue a otorgársele un sitio indisputable en la tradición), pero aunque en varios cientos de años no salga de nuestras filas el nuevo Emerson o el Jules Michelet modelo siglo XXI —un Michelet reloaded—, más nos vale tener en cuenta que se ha de escribir siempre contra las fuerzas supremas de la indiferencia y el olvido.
Conforme prospera en el reconocimiento de su tema (la arquitectura fantástica de las piernas de María Sharapova, el arduo adiestramiento en cinismo de quien quiere triunfar en política, las voces de los cantantes muertos a las tres de la mañana), es de esperarse que el ensayista vaya descartando cuanto, de lo que podría decir al respecto, carezca de sentido o de relevancia: ideas sin brillo, sin agudeza, sin vigor, empolvadas o deficientes: relleno. Y con lo que quede, es de esperarse también, el ensayista tendría que hacer una nueva criba, y otra, y las que haga falta... Lo que quiero decir —y no es nada nuevo— es que las mejores piezas las obtiene quien más alerta permanece ante las trampas del lugar común, la tentación del fárrago abstruso, la propensión al disparate (es mi caso) y, sobre todo, ante la amenaza de ociosidad —ahora sí en el sentido moral por el que la ociosidad es, como quiere la Real Academia, el «vicio de [...] perder el tiempo o gastarlo inútilmente». Que el ensayista reconozca su tema, entonces, supone que descubra simultáneamente cómo demostrar en su ensayo que tal tema era impostergable abordarlo como sólo él ha podido hacerlo. O, lo que es lo mismo: que no pierda el tiempo —y que no se lo haga perder a sus lectores.
Llego, así, a la segunda de mis preocupaciones, y para abordarla pongo por delante una sospecha más —que viene acompañada por otra, apendicular si se quiere, pero que no está de más consignar: la sospecha de que esta sospecha acaso pase, en los días que corren, por una herejía—: las virtudes de la discusión están sobrevaloradas. Porque creo que se tiende a invocarla de un modo frívolo y sólo cuando las cosas están por salirse de madre o cuando ya se salieron, y porque nada veo más alejado del pésimo entendimiento de la vida democrática que priva en México que el ejercicio provechoso de la conversación —a cuyo espíritu cordial, por cierto, anotó Adolfo Bioy Casares que debía aspirar el ensayo—, la discusión ha terminado por ser una superchería en cuyos poderes sobrenaturales (y, por tanto, indemostrables) resulta conveniente confiar mientras se perpetúa la confusión. Falaz porque se la presenta como algo siempre posible, cuando hace mucho que dejó de ser factible, esta idea de discusión ampara la afirmación de las peores abyecciones en las conductas de los protagonistas de la llamada «clase política» —y sus adláteres— tanto como sustenta las ilusiones más inservibles de quienes las presenciamos y las padecemos; me preocupa, para regresar cuanto antes al terreno del ensayo, que en nombre de la discusión se pierda la ocasión de ocuparse de lo indiscutible, y por más que se insista en que es una alternativa siempre preferible, estoy convencido de que proponerse intervenir en confrontaciones de puntos de vista significa, al menos en torno a la llamada «vida pública», desperdiciarse sin más.
A esta convicción me he aproximado a partir de dos aprendizajes ganados por la frecuentación y la práctica del ensayo: los peligros de las generalizaciones fáciles, por un lado, y por otro la futilidad de obstinarse en una opinión —que es, muchas veces, a lo que conducen las generalizaciones. «¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella?», preguntaba Henry David Thoreau. Esta pregunta, que resume con alguna impaciencia el temple del espíritu de Montaigne y, por supuesto, la conducta de su juicio a lo largo de los Ensayos, a mi modo de ver adquiere un significado especial cuando, como ocurre ahora, la confusión imperante es consecuencia, en buena medida, de la resonancia que puede alcanzar cualquier opinión que cualquiera emite, en cualquier sentido y con cualesquiera intenciones. El grito marca el fin de la discusión, y hace un buen rato que aquí no sólo todo son gritos, sino que además la mesa y los vasos ya volaron por los aires y las razones fueron canjeadas por los botellazos que podrán empezar a cruzar de un lado a otro en cualquier momento. «Tengo otros asuntos que atender», razonaba más adelante Thoreau, también en Del deber de la desobediencia civil. «No vine al mundo para hacer de él un buen sitio para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo todo, no es necesario que haga algo mal». Y yo creo que el estado actual de cosas es una zona minada de oportunidades para opinar mal.
Acepto que ésta pueda parecer una posición únicamente sostenible por motivos reprobables: cobardía, pereza, negligencia o incompetencia. Y puede, en efecto, que abstenerse de contribuir al barullo sólo conduzca al pasmo. Pero acaso también sea la mejor prevención contra la sordera irremediable. Antonio Tabucchi escribió alguna vez que solamente los políticos y los militares pueden conformarse con certezas; puesto que el ensayo es el espacio inmejorable para la duda —para la más fructífera interrogación del presente, el pasado y el futuro—, su práctica me gusta asumirla (y encontrarla, y hacerla ver) como una ocasión para asegurarse contra la confusión. En pro de la preservación de la serenidad y en contra de los derroches de exaltación estéril, pero también por economizar del modo más sensato la propia vida, desembarazándose de cuanto represente un lastre que nos impida hallarnos, siempre, disponibles para mejores causas (aunque éstas nunca se crucen a nuestro paso, o precisamente por ello: porque nunca serán lo suficientemente buenas como para que las suscribamos), creo que es preciso reivindicar el derecho a no cultivar una opinión, o para ser más claro: a pasar de largo por asuntos, sobre todo los que surte ese sucedáneo de la realidad que es la actualidad noticiosa, en los que la intervención de nuestra inteligencia es superflua y, lo dicho, ociosa. Habría que regresar, primero, a lo indiscutible, y luego ver si puede continuar la discusión.
Es, a grandes rasgos, lo que sospecho: que en estos tiempos el ensayista debe permanecer vigilante para escoger mejor sus sospechas. No que deje de tener en mente los cuatro verbos por los que Chesterton —una vez más— creía que debe justificarse cada página y cada línea: elogiar, exaltar, establecer y defender. Pero sí que se pregunte: ¿qué? Y que recuerde, en todo caso, que vale más dudar que opinar.
1.- Este ensayo fue leído en el Segundo Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro, celebrado en La Paz, Baja California Sur, en septiembre de 2006, y acaba de publicarse en el número de marzo-abril de la revista Crítica.
Imprimir esto
Hecha esta aclaración, mi temor al riesgo de perder el tiempo al que me refiero procede de una preocupación que he venido formulando como ensayista, como lector, como editor y como coordinador de talleres de ensayo literario, por una parte, y con otra de índole vagamente histórica —para decirlo con una ampulosidad que espero desinflar conforme progresen estas líneas. La primera preocupación, entonces, está íntimamente relacionada con la naturaleza de mi trabajo alrededor del ensayo, y consiste en la relevancia que para ese trabajo tiene la resolución de un doble problema: la identificación de los asuntos a los que se debe prestar atención y la pertinencia del abordaje ensayístico de tales asuntos. No dudo que haya bienaventurados a salvo de encarar tal problema (saber siempre sobre qué escribir y por qué), pero a mí me resulta ineludible desde mi comprensión del ensayo como un territorio de libertad prácticamente irrestricta donde puede ocurrir lo que sea y como sea: el ensayo como una sucesión de interrogaciones cuyas respuestas van proponiendo nuevas preguntas, y en la que no son infrecuentes la vacilación o la rectificación, la ironía o el humor, la piedad o la sorna, el desenfado o el suave gozo propio de las caminatas, pero tampoco la irritación, la rabia o hasta la amargura, el escepticismo o el desencanto, la vanidad o la indiferencia, la mezquindad o la pura y seca animadversión. Ni la tristeza, claro, o la alegría, o el optimismo o la pesadumbre, o el rencor o la devoción. El ensayo, en suma, como una vía de conocimiento, sin restricciones formales ni otros imperativos que la legibilidad y la búsqueda de originalidad y profundidad. Dada esa generosidad del género, tengo para mí que la sola dificultad del ensayista tendría que estribar en la elección de su tema, de manera que por virtud de éste consiga que la curiosidad del lector se sincronice con la suya: con su inteligencia, con su imaginación, con su emoción.
Dicho así, naturalmente, parece sencillo ampararse en la liberalidad con que el ensayo admite hacerse cargo de cualquier asunto: el crujido de un palillo de dientes al romperlo entre los dedos o el crujido que anuncia el desplome de una nación; el resplandor de un recuerdo inesperado o, como insistían los mensajes electrónicos de Epigmenio León previos a este encuentro, «El estado actual del ensayo mexicano»1, materia misteriosa como la que más. Sin embargo, a poco de comenzar a aprovechar esa liberalidad sobreviene infaliblemente el encontronazo con la duda paralizante: si puedo hacer un ensayo sobre lo que sea —y, además, como yo quiera—, ¿cuál es la justificación de que lo escriba? Y se empiezan a escuchar los pasos retumbantes de la tradición, que se aproxima a ver las sílabas que candorosamente voy largando: lo más probable es que alguien se haya ocupado de esto antes que yo. Y no sólo eso: seguramente alguien más está en lo mismo en este mismo momento. De ahí que la elección de mi asunto valga sólo en función del abordaje que haré, o puesto de otra forma: que el mérito de mi ensayo dependerá de la medida en que demuestre por sí solo haber sido absolutamente necesario.
Esa duda, con todo, siempre es posible remontarla —y además no hay más remedio—, pues finalmente el ensayo también es, como bien sabía Chesterton, un salto en la oscuridad. Pero me interesa insistir aquí sobre ella por la misma razón por la que lo hago en mis talleres (y que, es en buena medida, el principio operativo de mis exigencias como lector, de mi criterio como editor y de mis propósitos como ensayista): para que un ensayo merezca ser leído, la voluntad de especulación que lo ha propiciado ha de estar supeditada a la búsqueda de la mayor pertinencia posible, es decir: el ensayista debe tener presente en todo momento la altísima probabilidad de que lo suyo no sólo no interese, sino que además no importe. Sólo excepcionalmente, claro, podrá cualquiera de nosotros conseguir que un ensayo reúna las cualidades para que su lectura sea cautivadora y su influencia decisiva (por cuanto incida en los derroteros de la famosa realidad, pongamos, o porque llegue a otorgársele un sitio indisputable en la tradición), pero aunque en varios cientos de años no salga de nuestras filas el nuevo Emerson o el Jules Michelet modelo siglo XXI —un Michelet reloaded—, más nos vale tener en cuenta que se ha de escribir siempre contra las fuerzas supremas de la indiferencia y el olvido.
Conforme prospera en el reconocimiento de su tema (la arquitectura fantástica de las piernas de María Sharapova, el arduo adiestramiento en cinismo de quien quiere triunfar en política, las voces de los cantantes muertos a las tres de la mañana), es de esperarse que el ensayista vaya descartando cuanto, de lo que podría decir al respecto, carezca de sentido o de relevancia: ideas sin brillo, sin agudeza, sin vigor, empolvadas o deficientes: relleno. Y con lo que quede, es de esperarse también, el ensayista tendría que hacer una nueva criba, y otra, y las que haga falta... Lo que quiero decir —y no es nada nuevo— es que las mejores piezas las obtiene quien más alerta permanece ante las trampas del lugar común, la tentación del fárrago abstruso, la propensión al disparate (es mi caso) y, sobre todo, ante la amenaza de ociosidad —ahora sí en el sentido moral por el que la ociosidad es, como quiere la Real Academia, el «vicio de [...] perder el tiempo o gastarlo inútilmente». Que el ensayista reconozca su tema, entonces, supone que descubra simultáneamente cómo demostrar en su ensayo que tal tema era impostergable abordarlo como sólo él ha podido hacerlo. O, lo que es lo mismo: que no pierda el tiempo —y que no se lo haga perder a sus lectores.
Llego, así, a la segunda de mis preocupaciones, y para abordarla pongo por delante una sospecha más —que viene acompañada por otra, apendicular si se quiere, pero que no está de más consignar: la sospecha de que esta sospecha acaso pase, en los días que corren, por una herejía—: las virtudes de la discusión están sobrevaloradas. Porque creo que se tiende a invocarla de un modo frívolo y sólo cuando las cosas están por salirse de madre o cuando ya se salieron, y porque nada veo más alejado del pésimo entendimiento de la vida democrática que priva en México que el ejercicio provechoso de la conversación —a cuyo espíritu cordial, por cierto, anotó Adolfo Bioy Casares que debía aspirar el ensayo—, la discusión ha terminado por ser una superchería en cuyos poderes sobrenaturales (y, por tanto, indemostrables) resulta conveniente confiar mientras se perpetúa la confusión. Falaz porque se la presenta como algo siempre posible, cuando hace mucho que dejó de ser factible, esta idea de discusión ampara la afirmación de las peores abyecciones en las conductas de los protagonistas de la llamada «clase política» —y sus adláteres— tanto como sustenta las ilusiones más inservibles de quienes las presenciamos y las padecemos; me preocupa, para regresar cuanto antes al terreno del ensayo, que en nombre de la discusión se pierda la ocasión de ocuparse de lo indiscutible, y por más que se insista en que es una alternativa siempre preferible, estoy convencido de que proponerse intervenir en confrontaciones de puntos de vista significa, al menos en torno a la llamada «vida pública», desperdiciarse sin más.
A esta convicción me he aproximado a partir de dos aprendizajes ganados por la frecuentación y la práctica del ensayo: los peligros de las generalizaciones fáciles, por un lado, y por otro la futilidad de obstinarse en una opinión —que es, muchas veces, a lo que conducen las generalizaciones. «¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella?», preguntaba Henry David Thoreau. Esta pregunta, que resume con alguna impaciencia el temple del espíritu de Montaigne y, por supuesto, la conducta de su juicio a lo largo de los Ensayos, a mi modo de ver adquiere un significado especial cuando, como ocurre ahora, la confusión imperante es consecuencia, en buena medida, de la resonancia que puede alcanzar cualquier opinión que cualquiera emite, en cualquier sentido y con cualesquiera intenciones. El grito marca el fin de la discusión, y hace un buen rato que aquí no sólo todo son gritos, sino que además la mesa y los vasos ya volaron por los aires y las razones fueron canjeadas por los botellazos que podrán empezar a cruzar de un lado a otro en cualquier momento. «Tengo otros asuntos que atender», razonaba más adelante Thoreau, también en Del deber de la desobediencia civil. «No vine al mundo para hacer de él un buen sitio para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo todo, no es necesario que haga algo mal». Y yo creo que el estado actual de cosas es una zona minada de oportunidades para opinar mal.
Acepto que ésta pueda parecer una posición únicamente sostenible por motivos reprobables: cobardía, pereza, negligencia o incompetencia. Y puede, en efecto, que abstenerse de contribuir al barullo sólo conduzca al pasmo. Pero acaso también sea la mejor prevención contra la sordera irremediable. Antonio Tabucchi escribió alguna vez que solamente los políticos y los militares pueden conformarse con certezas; puesto que el ensayo es el espacio inmejorable para la duda —para la más fructífera interrogación del presente, el pasado y el futuro—, su práctica me gusta asumirla (y encontrarla, y hacerla ver) como una ocasión para asegurarse contra la confusión. En pro de la preservación de la serenidad y en contra de los derroches de exaltación estéril, pero también por economizar del modo más sensato la propia vida, desembarazándose de cuanto represente un lastre que nos impida hallarnos, siempre, disponibles para mejores causas (aunque éstas nunca se crucen a nuestro paso, o precisamente por ello: porque nunca serán lo suficientemente buenas como para que las suscribamos), creo que es preciso reivindicar el derecho a no cultivar una opinión, o para ser más claro: a pasar de largo por asuntos, sobre todo los que surte ese sucedáneo de la realidad que es la actualidad noticiosa, en los que la intervención de nuestra inteligencia es superflua y, lo dicho, ociosa. Habría que regresar, primero, a lo indiscutible, y luego ver si puede continuar la discusión.
Es, a grandes rasgos, lo que sospecho: que en estos tiempos el ensayista debe permanecer vigilante para escoger mejor sus sospechas. No que deje de tener en mente los cuatro verbos por los que Chesterton —una vez más— creía que debe justificarse cada página y cada línea: elogiar, exaltar, establecer y defender. Pero sí que se pregunte: ¿qué? Y que recuerde, en todo caso, que vale más dudar que opinar.
1.- Este ensayo fue leído en el Segundo Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro, celebrado en La Paz, Baja California Sur, en septiembre de 2006, y acaba de publicarse en el número de marzo-abril de la revista Crítica.
2 comentarios:
Es general en tus ensayos la mala imitación del estilo de Luigi Amara
Mala imitación general de la escritura ensayística de Luigi Amara.
Publicar un comentario