Mozart en el súper

Se tiene por verdad incontrovertible el hecho de que la música de supermercado es repelente o anodina, y en cualquier caso desdeñable y prescindible. En sí misma constituye toda una clasificación, útil para referirse a las piezas que por desguansadas e inofensivas apenas inviten a arrastrar los pies como si a uno le brotara delante un carrito lleno de víveres, haya o no un supermercado a la vista, y en dicha clasificación caben todos los géneros y todos los compositores, a menudo envasados en versiones grabadas por una legión de orquestas de «easy music» cuyos nombres pocos mortales estarán en posibilidades de identificar. Arreglos descafeinados, rebajados, en los que a veces es difícil reconocer el original. Difícil pero no imposible, pues suelen conservar los suficientes vestigios para que, mucho rato después de haber acomodado en la alacena lo que compramos mientras los oíamos, nos descubramos tarareando una balada de Napoleón o «Yesterday» sin saber por qué. Hay, desde luego, músicos y música que parecen haber nacido para sonar en el ámbito de la salchichonería, como el legado completo de Franck Pourcel o de Los Anillos de Bronce. Pero, con poco que se preste atención, es posible descubrir que las cadenas de supermercados son capaces de programar cosas verdaderamente insólitas en el sonido local de sus establecimientos. Y lo más insólito es que todo termina resultando igual: una cumbia, un bolero, algo que hace millones de años habrá cantado María Sorté, algún tema de película firmado por John Williams o un pasaje de Mussorgsky. Da lo mismo: lo que sea, rara vez nos vamos a enterar. La música de supermercado tiene como primera característica la voluntad de existir meramente como un fondo que debe pasar indavertido, y de tan ligera parece concebida para desvanecerse apenas pretendamos aprehenderla.
Hay, sin embargo, un supermercado donde la música tiene un carácter absolutamente excepcional. Es real. Va uno tomando decisiones vitales sobre marcas de cereal o de papel higiénico y, de repente, descubre que se ha roto suavemente el silencio que hasta entonces no se había advertido. En efecto: la irrupción de Mozart es tan notable, tan inesperada, que se vuelve imposible dejar de prestarle atención. Y puede pensarse: alguna excentricidad del gerente, que puso un CD que se encontró por accidente. Sigue uno, ahora rumbo a las mayonesas o en busca del yogur, y el lugar de Mozart lo toma un vals rarísimo de Ricardo Castro, al que pueden seguir Beethoven o Bach. Y aquello se ha tornado una conmovedora felicidad. Unos pasillos más adelante se encuentra el héroe: un hombre, entrado en años, al frente de un piano eléctrico, en la sección de vinos y licores. Y su sonrisa y su destreza asoman detrás de las partituras.
En las cajas dan razón: el pianista es uno de los «cerillos» de la tercera edad que trabajan ahí, y ha tenido la admirable iniciativa de ponerle música al lugar. Cuando no está empaquetando, se va a ese rincón y toca. Es el Súper G de Plaza Terranova. Para ir a aplaudirle.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 23 de marzo de 2007.
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1 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
27 de marzo de 2007, 10:14

orale!

No, nunca he tenido la oportunidad de ir a ese super G, pero si he notado que de repente ponen alguna música que muchas personas conocen pero que no ponen atención.

Saludos