Con inusual estrépito (inusual dado que el tema es de índole literaria: en México hace falta que Octavio Paz se gane el Nobel o que Jaime Sabines se muera para que la literatura llegue a las primeras planas de los periódicos), y sobre todo con mucha cursilería, se nos ha estado recordando que el pasado 6 de marzo el novelista Gabriel García Márquez cumplió 80 años. Se ha recabado toda suerte de elogios, porras y besitos que le mandan sus fans, además de prolijas recensiones de la obra, rescates de declaraciones y entrevistas —del tiempo en que el colombiano, a quien siempre le ha encantado presentarse como «periodista», no era alérgico a los periodistas—, anécdotas y fotos chistosas: el hombre enseñando la lengua, mostrando un dedo procaz a la cámara o con un libro en la cabeza y haciendo un como puchero. No han faltado, claro, otras fotografías: donde departe con los poderosos (lo mismo alguna en la que parece que acaba de picarle las costillas a Bill Clinton, otra donde a Fidel Castro, en bañador ajustadito, le escurre el agua por las barbas) o con sus pares: con Cortázar, telescópico, que se dobla para escuchar lo que el chaparro hirsuto le dice, o con el oblongo Neruda, muy sonrientotes los dos. En fin: muy festivo todo.
Es, desde luego, la superstición de celebrar los números redondos —y entre más grandes mejor—, aunque que para llegar a ellos lo único que haga falta sea no morirse. García Márquez («Gabo» lo llaman muchos, sobrenombre que rezuma melcocha y que, en rigor, sólo su mujer, sus hermanos o sus amigos más próximos tendrían derecho de usar) ha convocado el cariño de multitudes, cuando no una devoción casi religiosa, por una obra que, sí, vaya, puede considerarse indispensable en la literatura de las últimas cinco décadas —y que tiene sus altibajos, desde luego. Ahora: que un escritor pase por este mundo nimbado con tal celebridad no es un fenómeno tan extraño: se ha visto lo mismo con el poeta Yevgeny Yevtushenko, que llenaba estadios en sus buenos tiempos, o con Yordi Rosado en las presentaciones apoteósicas de sus consejos para la juventud. Lo curioso con el Nobel de Aracataca es que basta su sola presencia para desatar los sollozos y el frenesí. Y a veces ni eso hace falta: en su pueblo natal, precisamente, le hicieron tremenda fiesta, y lo que menos importó fue que el del cumpleaños no se dignara ni a echarles un telefonazo. Cuando comparece en actos públicos, se limita a sonreír y a dejarse abrazar, y si acaso habla lo hace en voz baja con el funcionario, el Carlos Fuentes o el guarura que esté a su lado. Para eso, daría lo mismo que pusieran un mono inflable. Pero la gente le aplaude rabiosamente.
No se sabe dónde estuvo el día de la fiesta. Cuando reapareció, la única declaración que soltó al enjambre de periodistas que aguardaban en su domicilio fue ésta: «Estoy cansado de ser amable, no puedo mentarle la madre a nadie». Haberlo dicho antes: que ya no se canse. Que se ponga delante de un espejo y empiece a practicar.
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No se sabe dónde estuvo el día de la fiesta. Cuando reapareció, la única declaración que soltó al enjambre de periodistas que aguardaban en su domicilio fue ésta: «Estoy cansado de ser amable, no puedo mentarle la madre a nadie». Haberlo dicho antes: que ya no se canse. Que se ponga delante de un espejo y empiece a practicar.
Publicado en la columna «La menor importancia», en el diario Mural, el viernes 9 de marzo de 2007.
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