Impertinencias

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Inolvidable (no sé si desgraciadamente), y sobre todo por la imitación suya que hacía Eduardo Manzano, el Polivoz. La pondría aquí, pero para qué: a quien le dé curiosidad, que la busque, al cabo todos andamos aquí de ociosos.

Hace un par de días salió la noticia de que a los marines de Estados Unidos se les ha prohibido el uso de redes sociales, como Facebook, MySpace o Twitter, por razones de seguridad estratégica. La medida tendrá vigencia de un año, y contempla la salvedad de que las tropas se conecten a estas redes cuando «no estén en su lugar de trabajo». Se entiende que el razonamiento es más o menos éste: si un militar destacamentado (así se dice) en territorio de guerra proporciona los datos de su ubicación, además de cuantas indiscreciones se le antojen, como fotos de las instalaciones en que se encuentra, mensajes que cruce con sus compañeros, noticias sobre sus acciones o lo que sea, estará brindando información que facilite al enemigo dar con él y abatirlo más sencillamente.
    El tema de los usos malévolos que se pueden dar a estas herramientas de comunicación no es nuevo; recurrentemente hay oleadas de paranoia en las que proliferan mensajes de alerta respecto a los riesgos que supondría abrir las ventanas de la privacidad a la curiosidad de millones de enemigos potenciales. Con dar las propias señas en Facebook (qué hace uno, qué quiere, que le gusta, con quién se junta), según esta perspectiva, uno estaría franqueándole el paso a los secuestradores o a cualquier otro tipo de maldoso que guste aprovecharse. Desde luego: tan cierto es que los excesos de la indiscreción pueden ser peligrosos como que la gente es muy burra y no mide. Al 15 de julio, Facebook alcanzó la cifra de 250 millones de usuarios interconectados: más de algún indeseable estará pendiente de las ocasiones para medrar.
    Pero el abuso del medio (hablo de Facebook, básicamente: a MySpace dejé de pelarlo cuando me hartó —pronto— , y a Twitter me he resistido, supongo que por rollero: los 140 caracteres que permite para cada mensaje no me alcanzan ni para una muela) tiene otras consecuencias perniciosas que veo mucho más complicado erradicar. La impertinencia, sobre todo. Estoy de acuerdo en que uno entra a esa conversación tumultuosa y desordenada para saber de los «amigos» (etiqueta falaz: yo tengo puñados de «amigos» que no conozco, y con otros muchos ni nos volteamos a ver si nos encontramos en la calle), así como para dar noticias de uno mismo; lo malo es que una altísima proporción de esas noticias consista en informaciones bobaliconas con las que sólo se consigue importunar a los demás. Ojo: no desdeño el valor de lo inútil, que puede ser muy sabroso: yo no me habría enterado de que Demis Roussos no sólo sigue vivo, sino que además anda de gira, de no ser porque un amigo —que seguramente no tiene nada mejor que hacer— se desveló colgando en Facebook varios videos esperpénticos del griego barrigón. Lo que me revienta es leer, por más que no quiera, qué le dicen las galletitas de la fortuna a medio mundo, o el resultado de cualquier otro jueguito o test de los que abundan. Y es que no todo lo que es ocioso es divertido, y ni siquiera simpático. Como este berrinche, seguramente.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de agosto de 2009.

La guayabera viene mucho

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No es tan seguro que el PRI esté regresando. Si, por una parte, nunca se fue del todo, también es cierto que los modos de sus nuevos abanderados son muy distintos de los que observaron los figurones inolvidables de antaño. El profesor Hank, por ejemplo, no tuvo una «Gaviota» para echarla por delante en los mítines (¿quién habría estado bien? ¿Fanny Cano?), o habría sido al menos embarazoso que a Javier García Paniagua se le hubiera ocurrido vestir blusones floreados y agarrar la guitarra a la menor provocación...

Si gustan seguir leyendo, pasen por favor para acá: Letras Libres / agosto de 2009.
Ilustración: Alejandro Magallanes 

Las luces y la puerta

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Una mujer enciende las luces. En otro lugar, pero acaso al mismo tiempo, un hombre abre una puerta. Lo que dé sentido a ambos actos, que implican sendas intenciones de mostración, no dependerá de las decisiones de quienes los ejecutan. Tampoco de las que tome quien registra estos momentos —quien ha puesto por escrito esto, que unas luces se encienden, que una puerta se abre—: en la oscuridad que la mujer abate, al lado del hombre junto a la puerta, estamos nosotros, ávidos de ver y escuchar, impacientes por pasar. Nuestra azorada inteligencia de lo que ocurra, nuestros juicios precarios, desechables, y sobre todo la estupefacción que inevitablemente habremos de experimentar, y que acaso secretamente estemos aguardando —la estupefacción, reconozcámoslo, es apenas una mera variante de la fascinación: quizás inadmisible, pero tan irrecusable como el embeleso—, terminarán por armar una historia de la que mayormente obtendremos apenas instantáneas que tendrían que resultar difíciles de identificar: algunos jirones de carne apremiada, algunos sonidos (gruñidos, aullidos, jadeos, golpes secos, exabruptos, insultos, silencios); también las tramas estrambóticas de algunas cintas pornográficas, también las reflexiones acuciosas con que alguien busca escapar del tedio. Conoceremos, en realidad, poco más que los nombres de cuatro presencias que se hallan en los extremos de dos cadenas —nombres pronunciados entre sus poseedores con adoración o con aborrecimiento—, y antes de haber podido tomar ninguna precaución nos descubriremos sujetando esas cadenas, que se entrecruzan y se tensan, para guiarnos en la incursión a la que vamos siendo impulsados por nuestras ansias de ver más, de oír más, de saber hasta dónde se podrá llegar  —hasta dónde podríamos llegar nosotros mismos.
    Es cierto que Los esclavos, de Alberto Chimal —su primera novela, inesperada por los propósitos que la animan, a considerable distancia de los que han determinado la producción anterior del autor—, puede ser leída como una audaz e incluso descarnada indagación de los límites a los que puede conducir, o los límites que puede transgredir, la voluntad de sujeción. El encuentro entre un sometedor y un sometido da como resultado dos sometidos, y ello porque, una vez que se ha prescindido de formatos más bien convencionales para la afirmación mutua, quienes perseveran en el reforzamiento del vínculo van volviéndose indistinguibles: la tensión de la cadena es la misma en el primer eslabón y en el último. Marlene, la pornógrafa viciosa y mezquina, está más reciamente atada de lo que podría imaginar a la bestezuela irresistible y grotesca que ha hecho de Yuyis, su actriz principal (¿su hija?); Golo, aun deshaciéndose como un desperdicio de Mundo, el miserable que eligió entregársele en el único acto de libertad de que ha sido capaz, malvive en la lucha diaria contra el hastío que le surten sus refinadas prácticas de degradación y suplicio, y para esa lucha son indispensables los juguetes medianamente humanos que se procura. Pero más allá de esta indagación novelesca, en la que la invención literaria es la linterna que escudriña los sótanos del sexo para descubrir ahí los bultos descompuestos e irreconocibles del amor o el deseo —y para agregar, al respecto, las conjeturas que vengan a cuento sobre los comercios de la libertad y el ejercicio siempre relativo del poder—, lo que ha conseguido Alberto Chimal es mucho más impresionante por la medida en que delega en la presencia del lector la transgresión necesaria para que estas historias existan y se dejen leer. Lo que quiero decir es esto: a lo largo de los episodios breves, imperturbables, cuya numeración se sucede en la progresión de la atrocidad —me temo que en la consideración de un libro como éste no es posible eludir, por inexpresados que se quiera dejarlos, los juicios morales—, prevalece un admirable cálculo por el cual la prosa se impone proporcionar únicamente las indicaciones para que, por nuestra cuenta, terminemos de trazar pormenorizadamente lo que estamos presenciando: ¿por qué somos capaces de completar las conversaciones a las que llegamos cuando estaban ya empezadas, por qué nos representamos sin dudas los cuadros de los que sólo se nos muestran secciones? ¿Por qué entendemos todo lo que pasa aquí?
    He querido ver en el apartado central del libro, la historia titulada «Años después», más que una deliberada derivación sobre el tema de la esclavitud recíproca: habíamos estado presenciando lo que pasaba entre una mujer y otra, y entre un hombre y otro, y acaso hacía falta hacerse una idea de la forma que el vínculo podría tomar entre un hombre y una mujer para comprender que, en estos rumbos recónditos de la experiencia humana, la diferenciación sexual poco importa. Aparte de esto, creo que ahí está sugerida una clave —si, a fin de cuentas, lo que queremos es terminar de entender—: en tratos como los que sostienen los personajes de Los esclavos las explicaciones son superfluas y no hay poesía que valga. Toda palabra es un alarde superfluo y prescindible, y lo único que importa se cifra en estremecimientos, en la imposición del daño, en el abandono y el ansia, en lo que apenas se musita, en la obediencia y la orden, en la súplica tácita, en la tortuosa inminencia del placer.
    Los esclavos es un libro magníficamente escrito. Y si bien su materia es de suyo escabrosa, la altísima calidad de siniestro que lo preservará en nuestra memoria provendrá de las razones que nos lleven a leerlo de un tirón, sin poder detenernos.
Los esclavos, de Alberto Chimal. Almadía, Oaxaca, 2009. 

Publicado en el nuevo número de Replicante, que está ya circulando y se consigue fácil: ¡corran por él!

El mar en turco

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Gerardo Deniz es un señor ya mayor, de figura hobachona y barbita blanca, que usa anteojos del grosor de un pulgar, se deja embelesar por la conducta de los gatos y va a morir sin quedarse calvo. Debajo de la mata espesa de canas, su mirada es risueña: encantadora, se diría. Es fácil imaginarlo dándole de comer a las palomas en un plácido jardín. Pero resulta que es un auténtico dinamitero, y que su trabajo ha consistido en reventar las nociones más naturales que sus lectores —víctimas colaterales, pongamos— pudimos tener acerca de la poesía hasta antes de conocerlo a él: hasta antes de alcanzar a ver, luego del estallido, las figuras extrañísimas que edifica sobre los escombros.
       Por poco elegante que resulte, lo primero que debe decirse sobre la obra de Gerardo Deniz es que no se le entiende. O, para ser más precisos, es altamente probable que estará siempre desencaminada la comprensión que —ilusos de nosotros— sus lectores creamos alcanzar al hallarnos delante de libros como Mansalva, Enroque, Grosso modo, Op. cit. o Picos pardos. Enigmáticas, herméticas, capaz de recurrir inesperadamente a lenguas remotas (de un verso a otro puede brincar del castellano al mongol antiguo), a esquemas de fórmulas químicas o, si hace falta, hasta a algún dibujito, muchas de las composiciones que Deniz traza sobre la página podrían pasar por acertijos cuyas soluciones están fuera del alcance de cualquiera. En ocasiones es posible reconocer algunas formas, algunas voces, alguna idea, y a veces hasta milagrosamente se llega a intuir de qué diablos se trata aquello. Lectura desconcertante, espinosa, atestada de referencias misteriosas, que pretende exigir a sus lectores una cultura inmensa, lo que escribe Gerardo Deniz en realidad se parece muy poco a lo que habitualmente se entiende por poesía —salvo que suele estar en verso— y, lo dicho, casi nunca se llega a entender del todo. ¿Por qué entonces este autor, que cumple 75 años en agosto, es considerado uno de los poetas más fascinantes de la actualidad?
       Existe una especie de culto en torno a los libros de Gerardo Deniz, y sus fieles han tenido que renunciar a hacerse muchas preguntas. Porque, a cambio de claridades, lo que hay en Deniz es un altísimo sentido del juego, de la ironía, de la sorna —además, claro, de una erudición colosal, que lo surte de las palabras y las imágenes más inesperadas que, a su muy peculiar modo, construyen los sentidos de eso que él mismo se niega a admitir que sean poemas. («Ojo al parche», advirtió una vez: «no estoy dispuesto a que me tilden de papanatas antipoético. Yo también hago metáforas resplandecientes cuando me da la gana»). Quiso ser científico o músico —es un melómano impresionante—, pero como él mismo ha contado, terminó escribiendo versos porque no tuvo más remedio. Octavio Paz fue uno de los primeros que repararon en lo que hacía (lo animó, de hecho, a publicar sus primeros poemas, a lo que Deniz le respondió: «¡Calmantes!»), y le siguieron otros muchos que se fueron sumando al deslumbramiento ante una obra absolutamente revolucionaria, poesía desentendida de la poesía —Deniz afirma no leer a los colegas: prefiere los libros de entomología— que ejerce un hechizo inmediato en quien se asoma a ella. Le han sido concedidos los premios Xavier Villaurrutia y Aguascalientes, los dos más importantes que se entregan en el país, y su obra en verso está recogida en el volumen Erdera, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2005. También es un ensayista implacable (Paños menores, Anticuerpos), e incluso ha publicado al menos dos volúmenes de cuentos hilarantes: Alebrijes y Carnesponendas.
       Encima de todo, Gerardo Deniz ni siquiera se llama así. «Deniz» quiere decir mar en turco, y así es como ha firmado sus libros; pero sus recibos de honorarios vienen a nombre de un tal Juan Almela. Este Almela ha dedicado buena parte de la vida a leer, corregir y traducir libros de materias arduas que harían correr a muchos otros, pero que a él lo deleitan, y también ha prestado sus saberes inusitados —de la biología al sánscrito, pasando por la economía histórica o la gramática del esquimal— a las curiosidades del otro, Deniz, con quien forma una suerte de hermandad siamesa y que es una de las figuras más asombrosas de la poesía mexicana del último medio siglo —por más que se pregunte, justamente en un poema, «cómo será que a mis tíos y tías los poetas / les escurre lo que relatan / y viven para contarlo».
Publicado en Magis 411. (Este nuevo número de Magis está ya circulando; pueden encontrarlo en el Sanborn's de la esquina)

Magazo

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El mago argentino Hans Chans, descorazonador protagonista de una de las incontables novelas de César Aira, era capaz de hacer lo que ningún ilusionista puede: magia. «Podía anular a voluntad las leyes del mundo físico», nos entera el narrador, «y hacer que objetos, animales o personas, él mismo incluido, aparecieran o desaparecieran, se desplazaran, transformaran, multiplicaran, flotaran en el aire, en una palabra, que hicieran lo que él quisiera». Lo triste de su historia es que, aunque anhelaba ser reconocido como el mejor mago del mundo —si bien, en sentido estricto, era el único—, su gigantesca timidez le dificultaba angustiosamente abrirse paso rumbo al éxito definitivo. Con Beto el Boticario ocurría todo lo contrario: negado para hacer medianamente bien los trucos más elementales del oficio (podía, sí, desaparecer una paloma, pero sólo pegándole un balazo), tenía en la desfachatez su gracia suprema, y qué importaba entonces que los naipes se le revolvieran, que se viera el alambrito con que sostenía la supuesta esfera voladora o que el pañuelo se atorara al momento de desplegarlo: a cambio de magia o de simulaciones de magia, el encanto de este artista radicaba en su impertinencia y, desde luego, en la asombrosa confianza con que fundaba sus actuaciones en la reiteración de frases y chistes que resultaban más eficaces en la medida en que sabíamos, los espectadores, que no podían faltar.
    Figura de indiscutible relevancia en la educación sentimental de los mexicanos que alcanzamos a ver una televisión malhecha, pero no odiosa, Beto el Boticario (¡qué nombre insuperable, además!) perteneció a la especie, ya casi extinta, de comediantes cuya entrañable naturalidad se debía a que lo suyo era, sencillamente, llevar al medio —la tele, el cine, y yéndonos más lejos, a la carpa— los inofensivos despropósitos sustanciales de la idiosincrasia nacional. Podían ser transas, conchudos, disparatados o picarones, pero no crueles, procaces ni perversos. Quién sabe: si hay que echarlos de menos quizás sea porque ya no hay, casi, modo de reírse de lo que somos. (Y a mí se me hace que, en la tele, la cosa empezó a podrirse cuando Jorge Ortiz de Pinedo encarnó la figura del cretino que habría de seguir reproduciéndose hasta Adal Ramones y Chaparro y demás). En la hora «chingüengüenchona», cuando Gina Montes meneaba el ombligo, el «Magazo» no tenía más que salir bailando, estropearle la canción a César Costa, decir dos o tres sandeces y fracasar —una vez más— en la ejecución de su truco para que confiáramos en que el mundo iba más o menos bien. (A propósito de Gina Montes: yo, como muchos, estaba convencido de que la había matado el Negro Durazo —su amante— inyectándole las piernotas con aceite de cocina, pero no hace mucho se supo la desabrida verdad: está viva y, parece, es feliz).
    Los magos espectaculares e increíbles que hacen trucos indescifrables son, a la larga, aburridísimos. Beto el Boticario, indemne siempre en el desfiguro, jamás lo fue.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de julio de 2009.

El Paseo

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¡Claro que faltan bancas en el camellón de Chapultepec! Como ésta que había antaño. Sabrá Dios dónde tendrá ahora que pernoctar este camarada.

Luego de los trabajos de remozamiento que se hicieron en la Avenida Chapultepec —trabajosos trabajos, sobre todo para quienes seguido cruzamos por ahí: los constructores a cargo de esas obras, como pasó en la Calzada con las adecuaciones para el macrobús, como pasó en las calles hermoseadas del centro, como está pasando ahora mismo con las aceras reventadas en Avenida Vallarta, no son precisamente raudos ni proceden con mucho orden—, luego de que al fin terminaran de barrer y el camellón quedara despejado para volver a usarlo con naturalidad, hubo que ir a dar una vueltita para ver cómo quedó y experimentar eso que los urbanistas llaman apropiación del espacio público —pues, en efecto, mientras haya traxcavos atravesados, varillas regadas, hoyancos ansiosos de romper tobillos y albañiles dormitando, el espacio público deja de pertenecernos a los ciudadanos, o más bien es que jamás es nuestro y por eso las autoridades ocurrentes hacen lo que quieren con él.
        ¿Cómo quedó Chapultepec? Bonitilla, pero eso ya lo era. Los diseños del piso, en el camellón, han suscitado reacciones diversas: hay quien los ve como si alguien hubiera vomitado mosaicos de colores, pero a mí me gustan, no porque me guste el aspecto de la vomitada, sino porque me hacen evocar, como a muchos tapatíos, los dibujos característicos de las banquetas de antaño. Las jardineras no tienen gran chiste —hay plantitas delicadas que van a desaparecer a la primera granizada—, las luminarias son discretas y dan buena luz en la nochecita... Las fuentes, por lo pronto, jalan y tienen todos sus focos, hay rampitas para sillas de ruedas y carriolas... Nomás he visto dos bancas (o, bueno, banca y media: una no tiene respaldo), y yo espero que pongan más, porque el camellón tendría que funcionar como un dilatado jardín en el que se pueda pasear, pero también hacer pausas ociosas... La noche que fuimos, el sábado pasado, se había instalado, a lo largo de varios tramos del camellón, un buen número de puestos de artesanías, pinturas, regalos —esa categoría de mercancías que, una vez en casa, se convierten automáticamente en tiliches— y un buen surtido de libros de segunda mano; había también dos grupos musicales, que animaban a la pequeña multitud que andaba por ahí. Curioseamos hasta que me engenté, nos tomamos un café en una terraza, y listo.
       Según entiendo, está por reactivarse el programa de actividades culturales del Ayuntamiento tapatío llamado, precisamente, Paseo Chapultepec: más o menos esto que presenciamos el sábado, sólo que con foros para las presentaciones de artistas y algunas calles cerradas. Me he enterado en Facebook: en el apartado que tiene la Dirección de Cultura en el sitio web del Ayuntamiento no hay información al respecto —por cierto, el 18 de julio se cumplió un año del último post del Alcalde Petersen en su blog: mucho interés ha de tener en ese contacto con sus gobernados. Ojalá que sí, y ojalá que funcione bien. Para que termine de costear la inversión hecha en la avenida.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de julio de 2009.

Más fácil

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Hace tres meses, con motivo de las celebraciones por el día del libro, me tocó viajar a Saltillo para presentar ahí el trabajo de una editorial independiente. Habían instalado, en la plaza frente a la catedral, una miniferia en la que se vendían libros muy baratos —de segunda mano, de todas las materias, en botaderos en los que había que esculcar en pos de algún hallazgo—, así como una carpa bajo la que estuvieron desfilando, a lo largo de toda la jornada, escritores, comentaristas, músicos y demás, que, delante de una cantidad de público variable, pero considerable haciendo la suma de toda la gente que pasó por ahí, brindaron un programa entretenido, muy divertido a ratos, y yo diría que, en cierto sentido, exitoso: ignoro cuántos libros se habrán vendido, pero la ocasión funcionó al menos como pretexto para que una ciudad pusiera en pausa la consternación cotidiana y las desazones de todo género que infestan la vida en este país que libra varias guerras (eran, además, los días en que tenían lugar los primeros «paros técnicos» de la industria automotriz, principal sustento de esa ciudad y de su municipio conurbado, Ramos Arizpe, de modo que el desánimo era evidente y negras las expectativas sobre lo que se veía venir). En un edificio vecino, mientras tanto, se realizaba la presentación de una antología de Sergio Pitol, que gracias a la presencia del veracruzano terminó siendo más bien un cálido homenaje que le hicieron los numerosos lectores reunidos en torno a él.
Sin querer ser un aguafiestas (aunque, bueno, sí un poquito), cuando me tocó estar frente al micrófono se me ocurrió decir algo he venido pensando desde hace un buen rato: si, como resultaba evidente ahí, y como creo que puede verificarse cada que hay una celebración de éstas, hace falta tanto esfuerzo por promover las virtudes y las excelencias del libro, ¿no será que el libro en realidad no es cosa tan buena? No se me malentienda: no quiero avalar aquello que el asno de Vicente Fox tuvo a bien recomendarle a unas pobres señoras: que no leyeran porque así serían más felices. A lo que me refiero es a esto: a mí me extraña que parezca necesario insistir tanto en que la gente deba animarse a tomar un libro (ya no digamos a comprarlo) y en que suspenda cualquier otra actividad (trabajar, por ejemplo) para dedicarle un tiempo a la lectura. A los libros, creo yo, se llega a solas, o cuando mucho con las indicaciones que dé a tiempo un buen maestro —el profesor con quien uno tenga la suerte de encontrarse en la escuela, pero también un pariente o un amigo—, y no por la propaganda que se les haga, por bienintencionada que sea. Pero, además, si no se lee masivamente —¿y dónde pasará eso?— es porque los libros no nos salen al paso (el ridículo número de librerías que hay en México) o sencillamente porque son carísimos. Y tal vez sea sólo eso en lo que la industria editorial y las instituciones, que tanto se lamentan, deberían ocuparse: que el libro sea bueno porque sea barato y accesible.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de julio de 2009.

Gusto y susto

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Tras el gusto de que el PAN perdiera las elecciones (una alegría, creo, irreprochable para muchos, entre los que me cuento) siguió el susto de ver que el PRI regresaba, en Guadalajara, por lo que dejó ir hace cinco trienios. Aunque tampoco hay por qué ser dramáticos: los usos de la democracia en México orillan a elegir, casi invariablemente, entre lo malo y lo feo, entre lo horrible y lo peor, entre el bandido y el imbécil, entre el cínico y el cretino, entre lo vacío y lo hueco, de manera que tan poco sentido acaban teniendo las ilusiones como los temores. Ganó el que se siente más mono, perdió el que se sentía más chicho: ¿qué sigue? Acaso una variación de estilos, pero ninguna diferencia sustantiva —como no sea la profusión de enconos y venganzas—: aquí, como donde sea que haya habido cambio de colores, seguirán intactas, como ejes cardinales de la conducta de los gobernantes, la propensión al desfiguro y las ganas de medrar.
    Aristóteles Sandoval, el futuro Alcalde tapatío, ha hecho, naturalmente, más promesas de las que puede cumplir. No importa: lo que se espera es que pronto vaya olvidándolas o canjeándolas por otras (las que urdirá cuando quiera lanzarse para Gobernador, por ejemplo). En materia de cultura, ese tema tan desdeñable, secundario y prescindible en el entendimiento de los políticos, el priista se ha pronunciado con vaguedades que ni siquiera parecen dignas de tenerse en cuenta. Hace unas semanas, cuando integrantes de la comunidad cultural organizaron un encuentro con los candidatos, Sandoval envió a una representante pobremente preparada con un documento soporífero, atestado de lugares comunes, de cuya lectura difícilmente nadie habrá retenido nada: una cosa de la que, por lo visto, salieron estas ideas, que recogió Mural el martes: «Crear condiciones para el desarrollo de vanguardias artísticas, así como generar espacios para el impulso de las actividades de negocios»; «Habilitar algunos corredores culturales para el desarrollo de expresiones vanguardistas»; «Ofrecer a los jóvenes mejores oportunidades educativas, culturales y deportivas». También se registró en estas páginas que Sandoval se propone crear museos del mariachi y del tequila, y que cree que esta ciudad puede «atraer turismo cultural» porque «es la ciudad donde se le salvó la vida a Juárez».
    Dos cosas: el Consejo Municipal para la Cultura y las Artes de Guadalajara, que luego de muchos trabajos al fin funciona, puede —y yo creo que tiene— que trabajar por que la administración entrante no se inaugure con despropósitos como éstos. Y, por otro lado, de los planes que tenían los equipos de los candidatos perdedores (el de Salinas, que presentó Santiago Baeza en la reunión aquella; los de Orozco, Galán, Ramos y Parra; el candidato del Verde ni se dignó a mandar a nadie), ¿no podría, el nuevo Alcalde, tomar una que otra idea? Había algunas buenas. Esto, claro, si los que perdieron las quieren compartir —porque todos hablaban de que querían lo mejor para la ciudad, ¿no?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de julio de 2009.

¿Qué apesta tanto?

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Apenas van a dar las seis de la tarde de este domingo 5 de julio, hora de cierre para las casillas en las que no haya votantes esperando, cuando puedo leer en el sitio web de Mural: «Existe ambiente derrotista con Salinas». Quiere decir esto que, en las inmediaciones de Jorge Salinas Osornio, candidato del PAN a la Alcaldía de Guadalajara, está privando la desolación y de un momento a otro va a desatarse el berrinche: el PRI está ganando (y también en Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá, o sea toda la Zona Metropolitana de Guadalajara; y también en Puerto Vallarta, Ciudad Guzmán, los Altos...)

Para seguir leyendo, pásenle por acá: Letras Libres. Blog de la redacción

Nunca Jamás

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Si tienes cuatro jirafas en el jardín, desayunas cocteles de analgésicos, tu suegro fue Elvis Presley, perdiste la nariz queriendo convertirte en Elizabeth Taylor y recibes algunos centavos cada que en el mundo suena una canción de los Beatles, no puedes esperar respeto luego de tu muerte. Por más que lloren sus incontables fans —que igual lloraban, frenéticos, cuando veían a su ídolo apretarse los genitales y soltar aulliditos: capaz que para eso eran los analgésicos—, el colapso que remató al llamado Rey del Pop está lejos, lejísimos, de ser ocasión de consternación legítima para nadie —como no sea porque, durante días que se convertirán en semanas (no muchas, por suerte: el escándalo se cansa pronto de masticar cadáveres), estaremos, como ya estamos, hartos de escuchar las tonadas inconfundibles de un puñado de sus éxitos, al tiempo que sigan desgranándose todo género de informaciones sórdidas de las que es imposible escapar: yo acabo de saber, apenas con entrar a internet, que ninguno de los hijos de Michael Jackson era suyo (es decir: que fueron meros cigotitos comprados quién sabe cómo y alojados en un útero alquilado).
       Claro que la histeria ha cundido, y no es para menos: quien se esfumó fue alguien capaz de llenar más estadios que Juan Pablo II, pero las dimensiones superlativas de la fama de Jackson y su poderío hechicero sobre millones de almas dispuestas a pasar por alto sus aficiones más siniestras (quedó exonerado de las acusaciones de pederastia sólo gracias a las negociaciones millonarias de sus abogados) únicamente corroboran la prevalencia universal del mal gusto como el combustible más rentable de eso que se conoce como cultura popular: el hombre era un monstruo. Pongamos que fue buen bailarín, que detrás de él hubo una maquinaria tremenda de la que salieron canciones pegajosas, que sus espectáculos concentraban los despliegues tecnológicos más vistosos y que, en suma, dispuso de cuanto hace falta para ser toda una estrella. Fuera de eso, que lo iguala con varios cientos de estrellas, el resto fue construcción de sus inexplicables adoradores, obstinados y renuentes a ver que su ídolo era una cosa ridícula, escalofriante, un adefesio delirantemente egoísta y seguramente hasta un poco imbécil: cómo, si no, pudo ser el cantante más adinerado de la historia y morir debiendo hasta los calcetines.
       Abundan, claro, las consideraciones compasivas de su existencia horrible, que recuerdan al niño torturado que se rehusó a crecer, que terminó por aislarse de un mundo amenazante y cruel que no lo comprendió y se vengó de su talento condenándolo al escándalo perpetuo: un hombre enfermo, triste y solo. Son, me temo, argumentos surtidos exclusivamente por la cursilería, esa compañera sentimental de la vulgaridad. Nada de «pobre hombre»: que este campeón del horror se quede, como por lo visto siempre quiso —y ya está lista una estrambótica carroza blanca para llevarlo—, en el reino de Nunca Jamás.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de julio de 2009.