Hace tres meses, con motivo de las celebraciones por el día del libro, me tocó viajar a Saltillo para presentar ahí el trabajo de una editorial independiente. Habían instalado, en la plaza frente a la catedral, una miniferia en la que se vendían libros muy baratos —de segunda mano, de todas las materias, en botaderos en los que había que esculcar en pos de algún hallazgo—, así como una carpa bajo la que estuvieron desfilando, a lo largo de toda la jornada, escritores, comentaristas, músicos y demás, que, delante de una cantidad de público variable, pero considerable haciendo la suma de toda la gente que pasó por ahí, brindaron un programa entretenido, muy divertido a ratos, y yo diría que, en cierto sentido, exitoso: ignoro cuántos libros se habrán vendido, pero la ocasión funcionó al menos como pretexto para que una ciudad pusiera en pausa la consternación cotidiana y las desazones de todo género que infestan la vida en este país que libra varias guerras (eran, además, los días en que tenían lugar los primeros «paros técnicos» de la industria automotriz, principal sustento de esa ciudad y de su municipio conurbado, Ramos Arizpe, de modo que el desánimo era evidente y negras las expectativas sobre lo que se veía venir). En un edificio vecino, mientras tanto, se realizaba la presentación de una antología de Sergio Pitol, que gracias a la presencia del veracruzano terminó siendo más bien un cálido homenaje que le hicieron los numerosos lectores reunidos en torno a él.
Sin querer ser un aguafiestas (aunque, bueno, sí un poquito), cuando me tocó estar frente al micrófono se me ocurrió decir algo he venido pensando desde hace un buen rato: si, como resultaba evidente ahí, y como creo que puede verificarse cada que hay una celebración de éstas, hace falta tanto esfuerzo por promover las virtudes y las excelencias del libro, ¿no será que el libro en realidad no es cosa tan buena? No se me malentienda: no quiero avalar aquello que el asno de Vicente Fox tuvo a bien recomendarle a unas pobres señoras: que no leyeran porque así serían más felices. A lo que me refiero es a esto: a mí me extraña que parezca necesario insistir tanto en que la gente deba animarse a tomar un libro (ya no digamos a comprarlo) y en que suspenda cualquier otra actividad (trabajar, por ejemplo) para dedicarle un tiempo a la lectura. A los libros, creo yo, se llega a solas, o cuando mucho con las indicaciones que dé a tiempo un buen maestro —el profesor con quien uno tenga la suerte de encontrarse en la escuela, pero también un pariente o un amigo—, y no por la propaganda que se les haga, por bienintencionada que sea. Pero, además, si no se lee masivamente —¿y dónde pasará eso?— es porque los libros no nos salen al paso (el ridículo número de librerías que hay en México) o sencillamente porque son carísimos. Y tal vez sea sólo eso en lo que la industria editorial y las instituciones, que tanto se lamentan, deberían ocuparse: que el libro sea bueno porque sea barato y accesible.
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Sin querer ser un aguafiestas (aunque, bueno, sí un poquito), cuando me tocó estar frente al micrófono se me ocurrió decir algo he venido pensando desde hace un buen rato: si, como resultaba evidente ahí, y como creo que puede verificarse cada que hay una celebración de éstas, hace falta tanto esfuerzo por promover las virtudes y las excelencias del libro, ¿no será que el libro en realidad no es cosa tan buena? No se me malentienda: no quiero avalar aquello que el asno de Vicente Fox tuvo a bien recomendarle a unas pobres señoras: que no leyeran porque así serían más felices. A lo que me refiero es a esto: a mí me extraña que parezca necesario insistir tanto en que la gente deba animarse a tomar un libro (ya no digamos a comprarlo) y en que suspenda cualquier otra actividad (trabajar, por ejemplo) para dedicarle un tiempo a la lectura. A los libros, creo yo, se llega a solas, o cuando mucho con las indicaciones que dé a tiempo un buen maestro —el profesor con quien uno tenga la suerte de encontrarse en la escuela, pero también un pariente o un amigo—, y no por la propaganda que se les haga, por bienintencionada que sea. Pero, además, si no se lee masivamente —¿y dónde pasará eso?— es porque los libros no nos salen al paso (el ridículo número de librerías que hay en México) o sencillamente porque son carísimos. Y tal vez sea sólo eso en lo que la industria editorial y las instituciones, que tanto se lamentan, deberían ocuparse: que el libro sea bueno porque sea barato y accesible.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de julio de 2009.
3 comentarios:
Mejor di la verdad: que odias a Sergio Pitol porque te dejó sin público. Así, con el Caca Grande acaparando los micrófonos, cualquiera dice que los libros no son buenos (los libros de Sergio Pitol, sin ir más lejos, que indirectamente pueden dejarlo a uno hablando solo en Saltillo, cosa horrible sin lugar a dudas).
En cuanto a los libros, a lo mejor lo que pasa es que son como la champaña y el caviar: la gente que sabe los elogia, les monta un altar, dice que no importa cuánto haya que pagar por ellos y hasta los colecciona; pero uno, cuando los prueba, no les halla el chiste y piensa para sus adentros que hubiera estado mejor irse a los tacos y tomarse un ToniCol.
Maestro Carranza: ahora que he retomado una vida pobre como la de San Francisco (en una ciudad extraña y esperando que una fundación de becas me deposite el primer pago correspondiente a ¡mayo!), pienso que el no tener dinero tiene sus ventajas: se descubren (o redescubren) los clásicos.
Noooooombre, si te das una vida chida JIC, de viaje en viaje con grandes de las letras (tu incluído)
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