Si tienes cuatro jirafas en el jardín, desayunas cocteles de analgésicos, tu suegro fue Elvis Presley, perdiste la nariz queriendo convertirte en Elizabeth Taylor y recibes algunos centavos cada que en el mundo suena una canción de los Beatles, no puedes esperar respeto luego de tu muerte. Por más que lloren sus incontables fans —que igual lloraban, frenéticos, cuando veían a su ídolo apretarse los genitales y soltar aulliditos: capaz que para eso eran los analgésicos—, el colapso que remató al llamado Rey del Pop está lejos, lejísimos, de ser ocasión de consternación legítima para nadie —como no sea porque, durante días que se convertirán en semanas (no muchas, por suerte: el escándalo se cansa pronto de masticar cadáveres), estaremos, como ya estamos, hartos de escuchar las tonadas inconfundibles de un puñado de sus éxitos, al tiempo que sigan desgranándose todo género de informaciones sórdidas de las que es imposible escapar: yo acabo de saber, apenas con entrar a internet, que ninguno de los hijos de Michael Jackson era suyo (es decir: que fueron meros cigotitos comprados quién sabe cómo y alojados en un útero alquilado).
Claro que la histeria ha cundido, y no es para menos: quien se esfumó fue alguien capaz de llenar más estadios que Juan Pablo II, pero las dimensiones superlativas de la fama de Jackson y su poderío hechicero sobre millones de almas dispuestas a pasar por alto sus aficiones más siniestras (quedó exonerado de las acusaciones de pederastia sólo gracias a las negociaciones millonarias de sus abogados) únicamente corroboran la prevalencia universal del mal gusto como el combustible más rentable de eso que se conoce como cultura popular: el hombre era un monstruo. Pongamos que fue buen bailarín, que detrás de él hubo una maquinaria tremenda de la que salieron canciones pegajosas, que sus espectáculos concentraban los despliegues tecnológicos más vistosos y que, en suma, dispuso de cuanto hace falta para ser toda una estrella. Fuera de eso, que lo iguala con varios cientos de estrellas, el resto fue construcción de sus inexplicables adoradores, obstinados y renuentes a ver que su ídolo era una cosa ridícula, escalofriante, un adefesio delirantemente egoísta y seguramente hasta un poco imbécil: cómo, si no, pudo ser el cantante más adinerado de la historia y morir debiendo hasta los calcetines.
Abundan, claro, las consideraciones compasivas de su existencia horrible, que recuerdan al niño torturado que se rehusó a crecer, que terminó por aislarse de un mundo amenazante y cruel que no lo comprendió y se vengó de su talento condenándolo al escándalo perpetuo: un hombre enfermo, triste y solo. Son, me temo, argumentos surtidos exclusivamente por la cursilería, esa compañera sentimental de la vulgaridad. Nada de «pobre hombre»: que este campeón del horror se quede, como por lo visto siempre quiso —y ya está lista una estrambótica carroza blanca para llevarlo—, en el reino de Nunca Jamás.
Claro que la histeria ha cundido, y no es para menos: quien se esfumó fue alguien capaz de llenar más estadios que Juan Pablo II, pero las dimensiones superlativas de la fama de Jackson y su poderío hechicero sobre millones de almas dispuestas a pasar por alto sus aficiones más siniestras (quedó exonerado de las acusaciones de pederastia sólo gracias a las negociaciones millonarias de sus abogados) únicamente corroboran la prevalencia universal del mal gusto como el combustible más rentable de eso que se conoce como cultura popular: el hombre era un monstruo. Pongamos que fue buen bailarín, que detrás de él hubo una maquinaria tremenda de la que salieron canciones pegajosas, que sus espectáculos concentraban los despliegues tecnológicos más vistosos y que, en suma, dispuso de cuanto hace falta para ser toda una estrella. Fuera de eso, que lo iguala con varios cientos de estrellas, el resto fue construcción de sus inexplicables adoradores, obstinados y renuentes a ver que su ídolo era una cosa ridícula, escalofriante, un adefesio delirantemente egoísta y seguramente hasta un poco imbécil: cómo, si no, pudo ser el cantante más adinerado de la historia y morir debiendo hasta los calcetines.
Abundan, claro, las consideraciones compasivas de su existencia horrible, que recuerdan al niño torturado que se rehusó a crecer, que terminó por aislarse de un mundo amenazante y cruel que no lo comprendió y se vengó de su talento condenándolo al escándalo perpetuo: un hombre enfermo, triste y solo. Son, me temo, argumentos surtidos exclusivamente por la cursilería, esa compañera sentimental de la vulgaridad. Nada de «pobre hombre»: que este campeón del horror se quede, como por lo visto siempre quiso —y ya está lista una estrambótica carroza blanca para llevarlo—, en el reino de Nunca Jamás.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de julio de 2009.
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7 comentarios:
Por eso no soy famoso, licenciado. Vea nomás, como que eso de ser adorado por una bola de vales que según ellos saben hasta de qué número calzo no queda nada bueno.
Ni modo, Estados Unidos es el único lugar donde puedes nacer negro y pobre y terminar blanco y rico.
Saludos, estimado.
Such a thriller isn’it?
El rey siempre será el rey
Hablando de niños: hoy, en una librería de Puebla, vi tu libro "La estrella portátil" en la sección infantil.
Bueno... Aceptemos que Michael Jackson, por su extravagancia, por su puerilidad, por "sus aficiones más siniestras", por haber sido "un monstruo", no puede merecer ningún "respeto" ahora que se ha muerto. Pero ¿es él mismo quien exige o espera ese respeto? Reconozcámoslo, Israel: Jacko tiene sobre nosotros una gran ventaja en este momento. Me refiero a la enorme ventaja de ya no interesarse por lo que pueda opinar la gente ni por quedar bien con el mundo ni por ninguna otra cosa.
Por lo demás, no rendirle homenaje a Michael Jackson es una opción perfectamente legítima, pero regatearle toda consideración a un muerto es un poquito mezquino. Un poquito. Dios me libre de suponer que la inmensa fama del susudicho era producto de su talento; más talento, en mi opinión, tuvieron otros difuntos, pero no su fama. Pero la "maquinaria tremenda" que lo hizo a él, si de verdad lo hizo, no hubiera podido sacar de la mediocridad a Lucerito ni a Pedrito Fernández ni a todos los Chamos juntos, ¿o sí? Luego, no basta con surfear la ola del dinero y las ganas que otros tuvieran de lucrar con el chamaco...
Y si "ninguno de los hijos de Michael Jackson era suyo", ¿por qué te refieres a ellos como "los hijos de Michael Jackson"? ¿Eran o no eran suyos? A mí se me hace que sí eran, pero se ve que ni los hijos quieres reconocerle...
Un abrazo, carnal.
La muerte tiene efectos milagrosos. Obliga a releer la vida de una persona, a reinterpretarla. (Resurrección, le llaman los cristianos).
Lo más patético de este caso es la radical (e hipócrita) diferencia con la que decimos quién era esta persona. Antes y después de ese momento.
La muerte.
Recuerdo quién era Maicol Yacson cuando vivía:
Un tipo que no había producido un solo éxito en quince años (ojo: no juzgo su calidad musical, sino su éxito exclusivamente). Estaba quebrado, enganchado a toda clase de drogas y sedantes, acusado reiteradamente de violar niños, encerrado en una casa de muñecas.
Y ahora se muere y resulta que a todos les gustaba. Y que era un genio. Y que lo vamos a extrañar. Y que el mundo ha perdido a un ícono, una época se ha ido y no volverá nunca, y siempre lo recordaremos.
Y todo porque se murió. No mamen.
Encontré una declaración en la que aclara las dudas sobre su paternidad:
"Billie Jean is not my lover
She's just a girl who claims that I am the one
But the kid is not my son
She says I am the one, but the kid is not my son"
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