La
historia alcanzó tal resonancia que ya mismo, apenas a unos días de
haberse conocido, está disolviéndose en el tumultuoso olvido que su
propagación vertiginosa garantiza a las noticias más impactantes o
espectaculares: mientras más fragoroso es el estallido de una noticia,
más absoluto es el silencio que le sigue, de manera que en breve podrá
reencontrar la paz la viejita piadosa que quiso retocar la imagen del
Nazareno en un templo de un pueblo español —del que muchos difícilmente
habríamos sabido de no ser por el resultado de la empresa: un mono
espantoso y, desde luego, risible. Parece que la celebridad indeseada
que alcanzó con su obra condujo a la señora a ser internada por un
cuadro de ansiedad. No era para menos: acosada por la prensa, se vio
orillada a explicarse al tiempo que se la ridiculizaba a velocidad
exponencial y veía cómo su empeño se convertía en un hazmerreír global
—aunque no es seguro que comprenda ni que llegue a comprender jamás por
qué: si, conforme avanzaban sus pincelazos, no advirtió la deformación
grotesca que lograba, fue porque su percepción de la realidad (lo que
sea que eso signifique) es radicalmente distinta de la que afirmemos
esgrimir los millones de sarnosos que nos hemos deleitado con su cándido
bodrio.
Hace poco, un taxista de la Ciudad de México
me confió un hallazgo sensacional: «Ayer llevé a unos pasajeros a las
pirámides» (las de Teotihuacan, se entiende). «Mientras los esperaba
para traerlos de regreso me subí a la del Sol, y ¿qué cree que
descubrí?», me retó, y en su mirada por el retrovisor vi el brillo de un
conocimiento privilegiado y una alegría que cualquiera que se atreva a
disipar estará condenándose al infierno. «Que tiene doscientos cuarenta y
cuatro escalones de subida, y doscientos cuarenta y cinco de bajada».
Al parecer, el taxista tenía una discusión pendiente al respecto con un
colega que aseguraba que ese número era distinto, y ya le andaba por ir a
restregarle en su carota el fruto de su investigación. «¿Y a la de la
Luna no se subió?», le pregunté, acaso buscando erradicar la posibilidad
de un error. «No, está más chiquita, pero ya estaba cansado». Así que
no las había confundido. Apenas tuve modo de consultarla, Wikipedia me
informó que la Pirámide del Sol tiene doscientos cuarenta y tres
escalones (tanto de subida como de bajada, ha de inferirse). Pongamos
que es así: no veo cómo esa precisión pueda ser preferible a la
certidumbre del taxista ni —sobre todo— al elemento fantástico de su
conteo, con el escalón que se suma al descenso.
Así
con la anciana pasmada de Borja, auténtica Verónica de nuestro tiempo
cínico y cruel y podrido. Alegó, en su defensa, que no la habían dejado
terminar: sea o no verdad, lo cierto es que no llegaremos a saber lo que
ella fue capaz de descubrir en el progreso de su trabajo: sin duda,
mientras pintaba, todo el tiempo tuvo delante el verdadero rostro de
Dios.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de agosto de 2012.
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