Al anunciarse que Alfredo Bryce Echenique fue elegido ganador
del Premio FIL de este año (150 mil dólares, más homenajes que incluyen
la develación de un busto, más reediciones de la obra, más la proyección
mediática y la publicidad que se dará al peruano cuando venga a la
Feria Internacional del Libro, más la compañía a perpetuidad de los
ganadores anteriores), automáticamente se recordó que sobre este autor
pesan numerosas acusaciones de plagio, que es lo que automáticamente se
recuerda de él desde que hace varios años se ha visto envuelto en las
disputas judiciales originadas por dichas acusaciones. Debe de estar más
que habituado a las preguntas de los reporteros sobre el asunto y a
sacudírselas con despreocupación (parece que confía mucho en que su
abogado acabará por conseguir que se le restituya el monto de la multa
que la justicia peruana le obligó a pagar en 2009). En su momento,
cuando al ser hallado en flagrancia fue orillado a renunciar al diario
limeño El Comercio, llegó a culpar a su secretaria de sus
fechorías. Si bien ha reconocido alguna distracción como causa de que al
menos dieciséis artículos ajenos hayan sido publicados con su firma
(¡ha de ser un caos, la vida de este hombre!), jamás ha admitido su
culpabilidad, y así, tan tranquilo, vendrá a cosechar los honores que se
le han obsequiado esta vez.
¿Que, aparte de esta
situación embarazosa, es un escritor con méritos suficientes para
recibir un premio importante como el FIL? De acuerdo, y cabe suponer que
es lo que habrá considerado el jurado… si bien, dado el ámbito
amplísimo que cubre la convocatoria, indudablemente hay decenas de
autores tanto o más elegibles que él, en cualquier género y en español,
portugués, francés, catalán, gallego, italiano o rumano. ¿Por qué se
prefirió, por encima de todos, precisamente a alguien cuya probidad
intelectual y civil está en entredicho de modo tan estrepitoso? ¿Se
trató de procurarle a Bryce Echenique una suerte de reivindicación? ¿De
veras no había nadie más?
Es imposible no recordar en
qué acabó una situación parecida reciente, cuando el Premio Xavier
Villaurrutia de este año se anunció que sería para Sealtiel Alatriste,
otro acusado de lo mismo. (El plagio, según yo, más allá de cualquier
consideración moral —y, por ende, extraliteraria—, sí es asunto
susceptible de juzgarse en términos estéticos e intelectuales: denota no
sólo carencia de recursos, sino irresponsabilidad y falta de respeto a
los lectores. Es bajeza sin más). Escarnecido y haciendo un ridículo
colosal, Alatriste terminó por renunciar no sólo al premio, sino también
a la chamba que tenía e incluso a seguir en suelo patrio, y el
Villaurrutia quedó infamado irreparablemente. Lo que ahora está en
riesgo, gracias a esta decisión incomprensible, es el prestigio del
Premio FIL, que al momento mismo de anunciarse se volvió más
cuestionable que nunca —cosa que por lo visto no tomaron en cuenta los
miembros del jurado (o sí, pero los tuvo sin cuidado).
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 6 de septiembre de 2012.
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