Hace tiempo quería escribir algo al respecto, pero estaba muy
ocupado tomando fotos. O viendo las que la gente toma y publica de
inmediato, o viendo cómo ven los demás las que yo tomo y publico también
instantáneamente —en lo que con toda probabilidad sea una conducta
compulsiva que se refuerza al hallar respuesta (o eco) en otros
compulsivos que están en lo mismo. O ensayando, con las fotos que tomo,
la incalculable cantidad de variaciones que pone a mi alcance la
tecnología básica de que dispongo: la cámara del telefonito y los
programas cargados en él que facilitan modificar interminablemente un
original recortándolo, ampliándolo, coloreándolo, infundiéndole más o
menos nitidez, perfeccionándolo hasta la monstruosidad o deformándolo
hasta el hallazgo insospechable e incluso poniéndole leyendas o marcos, y
hasta armando composiciones o collages: la pantalla del
aparatejo —cuya función más desdeñable es la telefonía: no contesto ni
hago llamadas cuando estoy usándolo como cámara— como un laboratorio de
capacidades vertiginosas.
Supongo que si me atareo así
en esta forma exponencial de la ociosidad es meramente porque ha estado
a mi alcance y porque es tan sencilo. Lo mismo hacer fotos,
manipularlas cuanto haga falta para convencerse de que son buenas —y hay
un puñado de las que estoy sinceramente orgulloso— y mostrarlas al
mundo, que dar con auténticas maravillas, autoría de conocidos o
desconocidos que, con los mismos o parecidos recursos, han sabido hacer
con un instante obsequiado por el azar, con un mínimo de atención y con
algo de imaginación lo que uno pensaría que les estaba deparado sólo a
los fotógrafos avezados (y, además, mediante un trabajo concienzudo y
complicadísimo). Pero el asunto entraña, al menos, dos problemas
mayúsculos: las implicaciones estéticas del hecho de que la tecnología
parezca propiciar la genialidad artística con sólo estar disponible, y
las consecuencias de dicha disponibilidad al hacer masivo el acceso a
esas posibilidades de genialidad. Dicho de otro modo: si cualquiera
puede hacer al menos una estupenda foto, y tan simplemente (hasta un
mico con celular lo conseguirá en cualquier momento, si no es que ya lo
ha conseguido), ¿no quedará lugar en el universo para los fotógrafos
pésimos o al menos erráticos?
Por fortuna abundan,
todavía —o abundamos. Y quizás sea gracias a las voluntades que subyacen
a los temas que prevalecen en las infinitas galerías en línea: mientras
éstas sigan atestadas de gatitos, tías gordas en camiseta chapoteando
en el mar, gente dientona en un bautizo o una graduación, macetas cuchas
o pies descalzos, estamos a salvo. Si cada vez es más difícil que una
foto salga mal, aún hay modo —y lo habrá siempre— de que sea
perfectamente inane, confundible entre millones, demostración fidelísima
de lo muy poco que cualquiera tiene que decir. Y eso también es
fascinante.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de agosto de 2012.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario