Desde luego que jamás me gustó regresar a clases: en la primaria, conforme iban escurriéndose los últimos días de las vacaciones, debía arreglármelas para encontrar la resignación necesaria y calmar la sensación de injusticia que representaba la vuelta al uniforme, a la ceremonia incomprensible de saludar a la bandera y luego desfilar al salón nuevo al son de «La marcha de Zacatecas». No lo conseguía, y llegado el momento verificaba con fastidio y melancolía que aquello era apenas la reanudación de una rutina tediosa y carente de atractivos. Pasaban las primeras jornadas así, hasta que, ¡milagro!, algo maravilloso ocurría —algo que, en mi muina, había olvidado siempre prever que ocurriría— y, entonces sí, podía saberme al borde de una emoción que lo justificaba todo: repartían los libros de texto gratuitos.
«Así como es bonito tener un libro nuevo, también lo es guardar muy cuidadosamente los libros de los años anteriores, tenerlos ahí, en la repisa, saber que están siempre dispuestos a acompañarnos», se lee en la presentación que Gonzalo Celorio escribió para uno de esos volúmenes («Mi libro de ejercicios y lecturas de cuarto año», según lo demuestra una página escaneada y publicada en el blog librosdeprimaria80s.blogspot.mx ). Es uno de los misterios más impenetrables y más deplorables de mi infancia: no tengo la más remota idea de qué pudo haber sido de los libros que la Secretaría de Educación Pública me confió —recuerdo haber entendido de algún modo que no te los obsequiaban, sino que te los entregaban para su custodia: quizás traían una leyenda como «Este libro es propiedad de la Nación». Sí conservo otros de ese tiempo remoto, incluido Mis primeras letras, con el que aprendí a leer, pero aquellos volúmenes de papel revolución, impresos a color y forrados siempre con los plásticos a medida que había que comprar al surtir la lista de los útiles escolares se desvanecieron sin dejar rastro. ¿Nos hacían devolverlos? No lo creo. ¿Salieron de casa en alguna campaña de erradicación de tiliches? Si así fue, ¿por qué no se fueron los demás? Les volví la espalda.
En todo caso, especialmente los
de Español y de Ciencias Sociales me habrán dejado algunos vestigios
imborrables: historias cuyo recuerdo seguramente comparto con quienes
también hallaron formas incesantes de azoro en las adaptaciones de
literatura universal que firmaba Armida de la Vara, o las ilustraciones
que las acompañaban (cómo me gustaría saber a quiénes habría que
agradecérselas). Formas de la felicidad que al principio eran
descubrimientos y mientras avanzaba el año se volvían costumbre y
compañía entrañable. Eran auténticos tesoros: bellísimos y
divertidísimos. Pero desaparecieron. Y con ellos, en mis anotaciones y
en mis respuestas a los ejercicios, en mi nombre escrito en la segunda
de forros, en las impresiones que promovieron en mi imaginación, también
desaparecí yo. ¿A dónde habremos ido a parar?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de agosto de 2012.
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