Todo el mundo sabe —y por «todo el mundo» quiero decir: «todos los lectores de Borges», o sea «todos los buenos lectores de Borges», esto es: nada de «todo el mundo», aunque ultimadamente debí escribir: «todos los buenos lectores de Borges deberían saber»— que desde hace mucho circula un poema bastante horrendo, titulado «Instantes», atribuido erróneamente al argentino. Es una pieza lacrimógena en la que, básicamente, alguien que ya va de salida se lamenta por haber comido poco helado y demasiadas habas (que en algunas versiones son «frijoles» o «porotos», e incluso «fibra» o «afrecho»), por haber circulado por el mundo cargando un paracaídas o un termómetro —a saber si oral o de los que se ponen en el sobaco o de los que se ponen en otro lado—, por no haber sido más cochino («Sería menos higiénico», dice, de volver a vivir la vida que se le acaba).
Pese a los bien
documentados esfuerzos que los estudiosos de Borges han hecho por
desmentir esa atribución —hay un buen ejemplo en un artículo de Iván Almeida en Borges Studies Online,
publicación del J. L. Borges Center for Studies & Documentation de
la Universidad de Pittsburgh—, el poemita obstinado parece imponerse a
la verdad histórica, y cada tanto vuelve a ser citado (y es traducido
una y otra vez) ayudado por la ignorancia y por la cursilería, pero
también por la irresponsabilidad intelectual de pericos como Elena
Poniatowska, quien por lo menos en tres ocasiones ha acudido a él cuando
se ha visto en ocasión de referirse al autor de El Aleph: en el libro Todo México,
de 1990, donde cuenta que incluso se lo habría recitado en 1976 a
Borges —y, de creerle, éste no habría repelado—, en una conferencia que fue
el hazmerreír durante un coloquio celebrado en Monterrey hace unos
años, y en su participación en el volumen Borges y México,
coordinado por Miguel Capistrán y que iba a ser presentado hace unos
días en Bellas Artes —pero no hubo tal presentación porque María Kodama,
que ahí iba a estar, se dio cuenta de la burrada, pegó el grito e hizo
que se retirara el libro de la circulación.
Es
incomprensible que Capistrán, gente seria, haya soslayado el disparate
de Poniatowska —y se corrobora que no hay editores que vigilen lo que
publican: por eso prospera tanta porquería—: ¿a fuerzas había que meter a
la señora, aunque dijera sandeces? De ahí en más, este nuevo episodio
en la vida del exitoso poemita del viejito estreñido y timorato es,
visto con buen sentido, muy divertido: digno de la imaginación del
Borges humorista, quien bien pudo haber aprovechado para un estupendo
cuento los elementos del incesante malentendido: la gloria por motivos
indeseados, la viuda colérica, los devotos papanatas, la escritora
mediocre y pésima lectora que porfía en hacer el ridículo, el poeta
inmortal pero ya muerto que pesca las ironías y sonríe desde ese lugar
al que, como quería, ha llegado por fin: el olvido.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de agosto de 2012.
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1 comentarios:
Cada vez que veo ese poema colado por algún lado y el nombre de Borges como autor me da un ataque de ansiedad.
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