Lejos de la página en blanco, ese territorio siempre promisorio por las
infinitas posibilidades que extiende para la imaginación de un novelista
—así las exploraciones que éste emprenda lleguen a ser desventuradas o
atroces—, la superficie sobre la que ha elegido escribir el sudafricano
J. M. Coetzee es la de un espejo. La decisión supone tener delante, en
todo momento, la imagen de sí mismo, y en esa imagen la mirada de los
ojos de un hombre solo y en silencio, que ve las evoluciones de la prosa
que se extiende sobre su rostro y, simultáneamente, los ojos del hombre
que va trazándola, apenas interpuestos entre ambos los significados de
las palabras con que buscan dar respuesta a las interrogaciones que se
hacen recíprocamente. No es un empeño solipsista: fuera del espejo, en
los libros a los que finalmente llegan y en los que las conocemos, esas
palabras que este hombre dirige a sí mismo terminan, misteriosamente,
por interpelarnos y concernirnos con un poder irresistible: la página
del libro se vuelve entonces un espejo en el que descubrimos nuestro
rostro asombroso, que a solas y en silencio nos hace las preguntas más
insospechables. Y temibles...
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario