De
un sobresalto a otro: en el mismo minuto, me entero por Twitter (ya de
todo me entero por Twitter, no sé qué quiera decir eso: seguro que uno,
por empecinarse en informarse ahí, está condenado a vivir en el
sobresalto) de la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las
Letras a Philip Roth. Claro, pego un brinco de gusto. Pero apenas voy
aterrizando cuando encuentro ahí mismo la siguiente noticia: Ray
Bradbury ha muerto. Me apachurro horriblemente. Pasado ese minuto
vertiginoso, doy en cavilar acerca de la pareja necedad que hay en
desear que a los ídolos les toque toda la gloria, siempre, y que no se
mueran nunca. Supongo que es irremediable, y que únicamente podemos
operar así, al margen de las veleidades de la fortuna y de la fatalidad,
a solas con nuestras lealtades.
A Roth ninguna falta
le hace ningún premio —y mucho menos el Nobel, ese gigantesco
malentendido: cada que su nombre resuena con alguna notoriedad
noticiosa, invariablemente se recuerda que aún no lo ha recibido, lo
cual lo afirma en el bando de Borges, Proust, Kafka y Joyce. En todo
caso, al distinguirlo una vez más, como ahora, los que salimos ganando
somos sus lectores, y, más felizmente, los nuevos lectores que tendrá
gracias a la resonancia mediática del galardón, que habrá de traducirse
en una mayor atención por parte de sus editores. Que sea un autor de
indudable peso para la literatura universal tampoco importa gran cosa:
la fama y la historia son ámbitos que muy escasamente pueden concernir
al individuo que, en soledad, puede dar con las mejores explicaciones de
sí mismo que ofrecen novelas como La mancha humana, Pastoral americana, Me casé con un comunista, Deudas y dolores o (estoy mencionando mis favoritas) Patrimonio —uno de los libros más devastadores y hermosos que he leído, y seguramente el más conmovedor.
Y Bradbury, ese viejo luminoso, ¿qué falta hacía que se muriera? Una
vez dijo, como alguien recordaba ayer, que cuanto había llegado a ser en
la vida era consecuencia de lo que ya era a los 12 o 13 años: un
muchacho insuperablemente asombrado ante el mundo y al tanto de que el
suyo era el oficio más maravilloso de todos. Gracias a esa convicción
existe Crónicas marcianas, ese prodigio de perturbadora
belleza, cumbre —pienso yo: habrá quien opine diferente— de una obra que
nos recuerda incesantemente (y llegamos a olvidarlo a menudo) los
poderes salvíficos de la imaginación. Recuerdo con gratitud y mucho
cariño cuando Bradbury participó, vía satélite, en la FIL de 2009: «Si
alguien no cree en ti, córrelo de tu vida», dijo entonces. También que
en la escuela no se aprende nada: que lo mejor es meterse en una
biblioteca.
Del alborozo al pozo, pues. Qué cosa
extraña sentir esta alegría y esta pena, y la emoción de saber que por
más que Roth vaya a Oviedo a ser lisonjeado, o Bradbury a la zona
crepuscular desde donde seguirá mirando con asombro de niño tras sus
gruesos anteojos, están aquí mismo, en un librero. Sonriendo.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de junio de 2012.
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