Era de temerse: mientras se aproxima la fecha fatal de las urnas, va
afirmándose el imperio de la boruca y la necedad sobre la discusión
pública, que ha terminado por ser ensordecedora. La necesidad de hacerse
oír (que en muchos casos llega a desesperación) cancela prácticamente
toda disposición de escuchar —quiero decir: de avenirse a considerar el
juicio y la posición del otro con la voluntad de comprenderlo—, y lo que
hay es una tempestad de conclusiones bajo la cual no tiene modo de
guarecerse quien busque defenderse con el precario paraguas de la duda. O
no se oye nada, o sólo lo que se quiere entender (los ecos deformes de
los propios gritos). Es fácil constatarlo en las conversaciones cuyo
nivel desciende conforme se alza el volumen y los argumentos se anegan
entre conjeturas infundadas e imaginaciones descabelladas —cuánto hay de
superchería en nuestra lectura de la cosa política—, resquemores
desencaminados y aversiones equívocas (al asumir, por ejemplo, que cada
candidato encarna en cada uno de sus partidarios, o que el parecer del
adversario en cualquier intercambio de alegatos es lo que lo define, lo
cual conduce económicamente a aborrecerlo).
El ánimo
generalizado de vociferación campea, desde luego, en las llamadas redes
sociales, donde es de dar pena —a un tiempo vergüenza y lástima— la
propensión al exabrupto y al encono, pero también la facilidad con que
muchos se avienen a la falsedad deliberada con tal de imponerse sobre
quienes piensan distinto, y cómo las razones se truecan en artículos de
fe para cuya defensa se cuenta con provisiones inagotables de
invectivas, amenazas y bajezas. (Acaso lo único que haga tolerable
seguir asomándose a esos barrancos —hablo por mí, que así he tenido que
explicármelo— sea la prevalencia del sentido del humor, también
inagotable, felizmente: el último reducto de sensatez).
No parece que haya escapatoria, pero la hay. Por ejemplo en la compañía
de Michel de Montaigne. Lo pensé desde el episodio anterior de esta
comedia atroz, en 2006, y ahora corroboro que no hay forma mejor de
precaverse contra el desasosiego infértil que puede instilarse en
nuestro presente: en sus Ensayos, entre muchísimas cosas,
alecciona sobre la precariedad de nuestros juicios y la futilidad de
obstinarnos en ellos, pero sobre todo acerca de lo saludable que es
proponerse guardar en todo momento una distancia prudente de la
confusión. Claro: habrá ocasiones en que sea indispensable responder, y
hacerse cargo (aunque su divisa era «Yo me abstengo», el propio
Montaigne declaraba que a veces habría preferido la espada a la pluma).
Pero como ideal no está mal: el escepticismo por principio y la
reticencia, hasta donde sea posible, a permitir que intervenga nuestra
siempre irremediable ignorancia. Además: mientras nos cerca tantísima
estupidez y tanta miseria, ¿qué mejor que recuperarse en la sabrosísima
lectura del Señor de la Montaña?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 14 de junio de 2012.
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