Se
entiende (o yo entiendo, pues) que, sobre valores como legibilidad y
perdurabilidad, entre otros que el arte contemporáneo (me da por pensar)
ha dejado de lado, cada nueva creación ha de prevalecer gracias a su
carácter imprevisible y, sobre todo, a la singularidad a la que aspira.
La excepción es a un tiempo el ideal y la norma: cosa que conviene tener
en cuenta para que nuestra comprensión (o la mía, pues) renuncie a la
tentación de la negligencia o la mera haraganería, y admita atarearse de
modo supuestamente más provechoso en las perplejidades que puede llegar
a enfrentar —así nunca alcance a resolverlas, o sólo consiga
desconciertos reduplicados siempre que continúe preguntándose qué es lo
que presencia, y por qué. Es decir: en lo único de cada creación estriba
la razón última de nuestra atención, o al menos en la figuración
borrosa de que nos hemos topado —de que debemos habernos topado— con algo que carece de antes,
por fácil o difícil que resulte conocer los precedentes y la historia
de ese algo, y como sea que se pueda (o que importe) reconstruir dicha
historia.
Si no es excepcional, no es. O es,
vamos, pero interesa menos o nada o sólo existe como pretexto para la
sorna o el tedio —lo más frecuente. Se entiende también (o soy yo el que
va entendiéndolo así) que el arte se construye contra la indiferencia;
que, por mucho que sus hacedores puedan fingir lo contrario, trabajan en
interpelar a sus espectadores, y que en la medida en que una obra exija
ser interrogada —aunque obra, me parece haber oído por ahí, ya
también es una noción que ha de manejarse con pincitas, porque huele un
poco a cadáver— está cifrada su seguridad: mientras pulse su naturaleza
de hallazgo, de formulación de lo impensable, el hecho artístico estará
dotado de una suerte de fuerza gravitatoria por cuyo influjo irá
orientándose cuanto vaya surgiendo después —siempre y cuando nuestra
atención como espectadores se avenga a seguir siendo interpelada, pues
nunca es imposible renunciar y mejor dedicarse al dominó, a darle de
comer a las palomas, a la repostería o a cualquier otra forma más
gratificante de la ociosidad.
Por esa prevalencia de
la excepcionalidad como aspiración suprema del hecho artístico, resulta
por lo menos abusivo que, invariablemente, se espere del espectador un
acercamiento no sólo sosegado y ecuánime, sino además creativo de
inmediato, y que se deshaga cuanto antes de impresiones espontáneas (el
espanto, por ejemplo, o la pereza, o incluso la complacencia de los
sentidos), para que en cambio proceda a la consideración circunspecta,
renunciando por principio a consentirse ninguna extrañeza —que, si no
hay más remedio, sólo será tolerable si al fin queda envuelta en las
explicaciones y justificaciones de rigor. La experiencia ha de ser un
ejercicio de prudencia y de humildad: nada de juicios veloces, nada de
chasquear la lengua, y mucho menos una sonrisita sarnosa; alzarse de
hombros y dar media vuelta es una claudicación, o bien el reconocimiento
de la propia zafiedad. Y digo que es abusivo proscribir, en la
comprensión del arte, toda manifestación de desconcierto, porque la
materia prima del hecho artístico es precisamente nuestra desprevención.
(Ilustración grosera —y de paso anuncio que ya no voy a volver a
escribir aquí «hecho artístico», porque ya me harté—: si quieres pegarle
un susto a alguien, te acercas en silencio y sin que se dé cuenta; no
puedes esperar que, acto seguido, empiece a preguntarse por las
implicaciones socioculturales de que el piquete que recibió lo recibiera
en las costillas, o qué significados subyacen en el hecho de que hayas
elegido una máscara de gorila, o cómo, en qué contexto y según cuáles
autores, tendría que interpretarse el «¡Bu!» que tuviste a bien añadir.
Sólo habrá un alarido, primero, y enseguida un arrebato de furia o un
ataque de risa: no más).
Hablo del espectador como
hablo del crítico, pues no encuentro que tenga mucho sentido distinguir a
uno de otro —como no sea porque el segundo extiende y pormenoriza sus
juicios para obsequiárselos al mundo, en tanto el primero nomás queda
rumiando a solas, o ni eso. Y tengo la sospecha de que para ambos, que
vienen siendo el mismo, el trabajo intelectual que demanda el arte
contemporáneo ha devenido, en buena medida, un asunto de etiqueta: una
regulación tácita de los modales según la cual toda objeción automática
es automáticamente objetable, y por la que debe recelarse del recelo si
no está expresado, paradójicamente, como una atenta forma de
ponderación; de ahí que los exabruptos, las preguntas sinceras o los
sarcasmos sean infracciones propias sólo de asnos majaderos que no
merecen más que desdén. Más injusticia, si cabe: cuando es tan frecuente
saber de artistas cuyos empeños están definidos (o eso vienen a contar)
por la ironía, luego resulta que hay que abstenerse de ironías a la
hora de vérselas con ellos —lo que más que irónico resulta ridículo,
vamos diciéndolo como es.
Y es adonde quería llegar. A
las dificultades de decir las cosas como son, a las posibilidades que
cancela la represión del llano parecer, canjeado siempre por
elaboraciones elusivas respecto a lo que muy probablemente no las
merezca y mucho menos las necesite. (Posibilidades, por ejemplo, como
las que exploró y usufructuó con genio insuperable don Isidro Bustos
Domecq, el escritor que un tiempo dio en comparecer en la colaboración
de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: concretamente en sus Crónicas,
de 1967, en realidad exordios fascinantes a las obras de artistas
absolutamente inusitados y deslumbrantes... por fatuos, desorbitados o
imbéciles. Toda una lección del beneficio que la parodia y las puras
ganas de joder rinden a la apreciación del arte). A veces escucho por la
radio a una crítica empecinada en dejar claro —supongo que hará falta
insistir mucho— que es basura buena parte del arte contemporáneo que
puebla los museos y galerías del mundo. Otras veces caigo en revistas
cuyos colaboradores, evidentemente, están lejos de guardar semejante
posición, y se afanan en cambio en los exámenes más o menos abstrusos
que les impone aquello que van descubriendo y viéndose impelidos a
comunicar. En ambos casos, me temo, acabo siendo orillado al bostezo y a
la verificación de ciertas constantes: la crítica de arte está, por lo
general, encantada consigo misma, se tiene a sí misma por algo
respetabilísimo, y en consecuencia es incapaz de proponerse ningún
sentido del humor, y mucho menos ningún gesto que atenúe su gravedad y
sus ansias de fijación del sentido de aquello que la ocupa: así, parte
—sin necesidad siquiera de enterarse— de su propio fracaso al renunciar a
decir lo que en verdad quisiera decir, y de ahí vienen la ilegibilidad
que muchas veces la posibilita, la vacuidad que la sostiene, la
indiferencia que le permite sobrevivir. «La triste verdad que debemos
aceptar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene
más significado que lo que deja ver nuestra crítica», reconoció
admirablemente el crítico gastronómico Anton Ego, en la reseña modélica e
iluminadora que redacta como punto culminante de la película Ratatouille
—y en la que sintetiza una claridosa moral del oficio a la que deberían
asomarse muchos antes de empezar a farfullar sus pareceres.
Pacato como sabe ser, el Diccionario de la RAE da cuatro acepciones para la voz mamada,
la última de las cuales (la que es mexicanismo) es la que nos interesa:
«Despropósito». Estaremos de acuerdo en que la riqueza de significado
que mamada posee, usada en este sentido, va mucho más allá: con
ella se designa, sí, al despropósito, pero cometido a sabiendas, con
ánimo de burla o de gracejada; también es aquello que resulta de la
presunción y el alarde (como cuando un fubolista se adorna de más, y es
por ello un mamón), o bien una tomadura de pelo que no llega a serlo porque nos percatamos a tiempo. Asimismo, es mamada
una cosa incomprensible que finge ser lo contrario, sólo que mediante
rodeos y mirándola desde determinados puntos de vista —pues, de
condescender a ser desentrañada fácilmente, quedaría pronto denunciada
en su insustancialidad: una boruca, vaya, un puro balbuceo. En el arte
contemporáneo —y por qué no tendría que ser así, ultimadamente— no son
infrecuentes las mamadas, posibles muchas veces por cuanto las propicia y
las alienta el afán de excepcionalidad con que los artistas buscan
tomarnos desprevenidos. Lo que no es común, o más bien no existe, es su
identificación como tales, usando ése u otros términos afines. (¡Y con
lo económico, satisfactorio, claro y sonoro que es decir «Esto es una
mamada»! ¡Y con lo natural que es, y con lo mucho que se dice y se
escucha, y con el contento que así se recauda y con lo mucho que sirve
para poner a alguien en su sitio!). Sencillamente es algo que no
habremos de ver por escrito, ni de escucharle a ningún crítico con un
micrófono enfrente, pues nada más ajeno a su oficio que decir las cosas
como son. No soy ingenuo (espero): sé que, de usar la palabrita, una
crítica quedaría inmediatamente desactivada, pues saldría sobrándole
todo lo demás que necesita —su engolosinamiento, su pirotecnia, la
profusión de naderías que le dan cuerpo. Pero ¿no sería sensacional?
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