Es por un principio de desconfianza ante las generalizaciones que he tenido que presenciar con reserva la afirmación en la discusión pública de las relativas multitudes de estudiantes los últimos días («relativas», digo, porque me parece que al juzgar una manifestación, pongamos, en virtud de lo exitosa que sea su convocatoria —cuántos participan—, y al dar por sentado así su alcance y lo significativa que, se supone, llega a ser, se omite tener en cuenta las otras multitudes formadas por desinformados e indiferentes que ni siquiera alcanzan a enterarse de la primera —cuántos dejan de participar—, y también las sumas que harían los individuos, imagino que incontables, inmunes por los motivos que sea al contagio del entusiasmo de quienes se manifiestan). De acuerdo: tal vez haya virajes históricos que, por su urgencia, sólo se pueda ir comprendiéndolos mediante generalizaciones apresuradas, en lo que hay tiempo de figurarse más puntualmente cómo han tenido lugar —es decir: cuando sea momento de explicarse qué pasó, y cómo. Pero también, creo, es importante estar alerta ante el peligro de que las generalizaciones entrañen una deliberada voluntad de indistinción y que ésta —a saber a conveniencia de quién— sólo abone a la confusión, al griterío y al desconcierto.
No sé, por ejemplo, de qué se habla cuando se habla de «jóvenes», y me temo que se recurra tanto a ese término tan vago sobre todo en virtud del aura casi mística que le confieren sus connotaciones automáticas: la energía, la salud, la potestad del futuro, la inocencia y la buena fe y los anhelos mejores, la pureza de quien no ha vivido lo suficiente para alcanzar a corromperse. Y creo que basta recordar la propia juventud (que ¿cuándo se termina?) para reparar en que no siempre es preferible ser joven, y que calificar como tal también implica comportar lo indeseable de esa condición: el arrebato, la zafiedad, la ignorancia, la ilusión ingenua. También tengo dificultades con la generalización «estudiantes»: ¿en qué universidades, con cuáles carreras y formados por qué planes? ¿A quiénes han tenido o tienen por profesores? ¿Qué notas hay en sus boletas de calificaciones? ¿Con qué vidas —deseos, expectativas, planes, ideas de la realidad—, fuera de esa etiqueta que los iguala en nombre de la inconformidad? Si leen —quiero creer que sí—, no puedo imaginarme qué. Ni qué tan al tanto puedan estar de las razones de fondo (históricas, sobre todo) de la efervescencia a la que se afilian, más allá de las consignas que han de corear.
Me da la impresión de que las demandas en marcha de «jóvenes» y «estudiantes», si bien son dignas de que las suscriba de inmediato cualquier mexicano con tantito juicio (yo también aborrezco a los candidatos y a sus partidos y a las televisoras), están formuladas con la misma vaguedad de esas generalizaciones, distan de ser una auténtica insurgencia y que su solo sustento es la emoción. Ojalá me equivoque —y esto no pase de ser una generalización más.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 31 de mayo de 2012.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario