Al margen de la suerte que llegue a correr el protagonista principal de la formidable travesura que ha desatado las iras y la paranoia de los poderosos del mundo, empezando por Estados Unidos, y de las dimensiones novelescas que la historia de dicho individuo, Julian Assange, llegue a adquirir en la imaginación del mundo que va viéndolo como un héroe o un mártir, lo ocurrido —y lo que seguirá ocurriendo— a raíz de las filtraciones de Wikileaks es fascinante, entre otras muchas razones, precisamente por cuanto ha potenciado la imaginación de un planeta (o bueno: de la reducida proporción informada de los habitantes del planeta) que va descubriendo cómo ha dejado de existir la noción de lo secreto, y que apenas está por enterarse de las consecuencias que traerá consigo esta nueva circunstancia: como ha apuntado más de alguno en el torbellino de noticias y suposiciones que tienen lugar en estos días: Wikileaks te parecerá muy bien hasta que alguien tome y disperse a los cuatro vientos lo que no quieres que se sepa de ti.
Los secretos «ventilados» en los cables sustraídos al Departamento de Estado de Estados Unidos, como bien ha observado Umberto Eco, tienen en realidad poco de secretos, pues a lo sumo son corroboraciones de lo ya sabido o lo ya imaginado: que el Estado mexicano, por ejemplo, está perfectamente al tanto de su vulnerabilidad y que los gringos están al pendiente también de sus incertidumbres y traspiés. Eso no es novedad: lo emocionante es que ahora haya constancia de ello —y es que el escándalo ha crecido sobre una reacción emocional según la cual es motivo de alegría que los malos, los corruptos, los ineptos y los abusivos se vean desenmascarados. También lo señala Eco: los servicios secretos no trabajan más que en consignar lo obvio, y acaso ése haya sido el golpe más duro, y no sólo para la diplomacia estadounidense, sino para todos los que detentan el poder en cualquier ámbito y en cualquier escala: ya nada tiene por qué quedar oculto para siempre, aun cuando lo que se pretenda ocultar sea absolutamente trivial. Y si parece que hay algo que todavía no se sabe, la imaginación —liberada, irrefrenable— se encargará de formularlo para completar de cualquier modo la realidad.
Los secretos «ventilados» en los cables sustraídos al Departamento de Estado de Estados Unidos, como bien ha observado Umberto Eco, tienen en realidad poco de secretos, pues a lo sumo son corroboraciones de lo ya sabido o lo ya imaginado: que el Estado mexicano, por ejemplo, está perfectamente al tanto de su vulnerabilidad y que los gringos están al pendiente también de sus incertidumbres y traspiés. Eso no es novedad: lo emocionante es que ahora haya constancia de ello —y es que el escándalo ha crecido sobre una reacción emocional según la cual es motivo de alegría que los malos, los corruptos, los ineptos y los abusivos se vean desenmascarados. También lo señala Eco: los servicios secretos no trabajan más que en consignar lo obvio, y acaso ése haya sido el golpe más duro, y no sólo para la diplomacia estadounidense, sino para todos los que detentan el poder en cualquier ámbito y en cualquier escala: ya nada tiene por qué quedar oculto para siempre, aun cuando lo que se pretenda ocultar sea absolutamente trivial. Y si parece que hay algo que todavía no se sabe, la imaginación —liberada, irrefrenable— se encargará de formularlo para completar de cualquier modo la realidad.
No hay secreto que no busque su propia extinción. En internet funciona, desde hace años, el proyecto PostSecret: un tablero donde regularmente van publicándose las postales de remitentes anónimos que, por las razones que sea, quieren comunicar un secreto al mundo. Un ejemplo al azar: una postal de Las Vegas en la que se lee: «Cuando yo tenía 12 años, mi hermana se fue de casa. Yo sabía a dónde se había ido porque leí su diario. Nunca se lo dije a nadie. Nadie ha sabido de ella desde entonces». A veces son confesiones estremecedoras (¿pero son confesiones en realidad?). Al publicarse, ¿esas informaciones privadísimas dejan de serlo? Quizás lo más impresionante es imaginar por qué sus autores no se las pueden guardar.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de diciembre de 2010.
Imprimir esto
0 comentarios:
Publicar un comentario