La Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales mandada hacer y dada a conocer recientemente por el Conaculta es la corroboración documentada del deprimente estado de la materia que ya se sospechaba: que México, en resumidas cuentas, es territorio baldío, por el escaso o nulo contacto de la mayoría de la población con la cosa cultural: la evidencia estadística de un desastre que es difícil imaginar por dónde podría comenzar a remediarse, y que corona el fracaso mayúsculo de políticas educativas y culturales a lo largo de décadas. Una pésima noticia que, por lo pronto, sirve para explicarse en buena medida las condiciones que han conducido al presente estado de descomposición de una sociedad embrutecida y desolada: con razón.
Con todo y que algunas cifras parecen (y son) escandalosas —que el 57 por ciento de los mexicanos jamás ha puesto un pie en una librería, y que el 24 por ciento no tiene un solo libro en casa—, lo cierto es que tampoco son tan sorprendentes, y sus explicaciones es fácil conjeturarlas: si el 86 por ciento de los encuestados en su vida ha ido a una exposición de artes plásticas, debe de ser porque no se entera de que existen, o sencillamente porque tiene otras cosas más urgentes que hacer (trabajar para comer, por ejemplo). Sin embargo, sí hay algunos datos más inesperados: que el 25 por ciento nunca haya ido al cine, o que el 4 por ciento afirme practicar «alguna danza tradicional». La encuesta, así, surte misterios diversos, que conducen a uno mayor, irresoluble: ¿en qué país vivimos?
Al margen de lo que puedan significar estas perplejidades, a mí lo que más me intriga son esas delgadas rebanaditas del pay donde quedan arrinconados los individuos pasmados, aturdidos por las preguntas indescifrables que tienen enfrente, incapaces de articular ninguna respuesta con la cual, por lo menos, salir del paso (así sea una mentira). «A la hora de elegir un espectáculo de danza», se le planteó al 17 por ciento de encuestados que habían respondido que sí, que han ido alguna vez a ver bailar a alguien —pero no en «festivales escolares de hijos o conocidos», que, a la vista de esta encuesta que los desdeña y hace a un lado, ¿entonces para qué diablos servirán, si no cuentan como «cultura»?—, «¿qué es lo primero que toma en cuenta?». La mayoría contestó, razonablemente, que «el tipo de danza»: claro, las preferencias y el gusto. Una quinta parte respondió que «el lugar donde se presenta»: aceptable respuesta, también, por razones prácticas: o voy a esto, que me queda cerquita, o voy a esto otro, que está en casa de la roña. El exquisito 10 por ciento (o los espectadores juiciosos, pues) declaró que elige basándose en «la compañía de danza» de la que se trate, y el sincero 4 por ciento reconoció que la causa de no ir es «el precio». Pero el 3 por ciento salió con que «no sabe», y el uno por ciento restante prefirió no contestar. O qué tal esto: el uno por ciento no contestó (no quiso o no pudo) si habla o no alguna lengua indígena. ¿Como ahí qué?
Con todo y que algunas cifras parecen (y son) escandalosas —que el 57 por ciento de los mexicanos jamás ha puesto un pie en una librería, y que el 24 por ciento no tiene un solo libro en casa—, lo cierto es que tampoco son tan sorprendentes, y sus explicaciones es fácil conjeturarlas: si el 86 por ciento de los encuestados en su vida ha ido a una exposición de artes plásticas, debe de ser porque no se entera de que existen, o sencillamente porque tiene otras cosas más urgentes que hacer (trabajar para comer, por ejemplo). Sin embargo, sí hay algunos datos más inesperados: que el 25 por ciento nunca haya ido al cine, o que el 4 por ciento afirme practicar «alguna danza tradicional». La encuesta, así, surte misterios diversos, que conducen a uno mayor, irresoluble: ¿en qué país vivimos?
Al margen de lo que puedan significar estas perplejidades, a mí lo que más me intriga son esas delgadas rebanaditas del pay donde quedan arrinconados los individuos pasmados, aturdidos por las preguntas indescifrables que tienen enfrente, incapaces de articular ninguna respuesta con la cual, por lo menos, salir del paso (así sea una mentira). «A la hora de elegir un espectáculo de danza», se le planteó al 17 por ciento de encuestados que habían respondido que sí, que han ido alguna vez a ver bailar a alguien —pero no en «festivales escolares de hijos o conocidos», que, a la vista de esta encuesta que los desdeña y hace a un lado, ¿entonces para qué diablos servirán, si no cuentan como «cultura»?—, «¿qué es lo primero que toma en cuenta?». La mayoría contestó, razonablemente, que «el tipo de danza»: claro, las preferencias y el gusto. Una quinta parte respondió que «el lugar donde se presenta»: aceptable respuesta, también, por razones prácticas: o voy a esto, que me queda cerquita, o voy a esto otro, que está en casa de la roña. El exquisito 10 por ciento (o los espectadores juiciosos, pues) declaró que elige basándose en «la compañía de danza» de la que se trate, y el sincero 4 por ciento reconoció que la causa de no ir es «el precio». Pero el 3 por ciento salió con que «no sabe», y el uno por ciento restante prefirió no contestar. O qué tal esto: el uno por ciento no contestó (no quiso o no pudo) si habla o no alguna lengua indígena. ¿Como ahí qué?
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de diciembre de 2010.
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