Foto: Nicolás Piquero
En la esquina hay un puñado de hombres enfrascados en descubrir, como cada lunes y cada jueves, la avería de la fortuna que esta vez les facilite el impulso decisivo para sustraerse a sus destinos. La primera fase del ritual es muy sencilla y sólo precisa de la voluntad de los practicantes, de su fiel obstinación y del consenso que alcancen una vez que alguno —cualquiera, lo mismo el más inspirado o el más impaciente— proponga la forma en que han de centrar su atención y la interpretación más verosímil; puede que haga falta una deliberación si la forma no es del todo clara, o si al manifestarse insiste en sugerir posibilidades que contravengan el registro que llevan de las formas reveladas en los últimos meses. Lo que buscan es un número.
Mientras dura la adivinación, el mundo se detiene. El mundo: el agua de dos fuentes, las altas sombras de los árboles, las latas y los cepillos y los trapos de un bolero que posa ambas manos en su única rodilla, la mujer del puesto de periódicos que hace tintinear las monedas en el bolsillo de su mandil, la pesadumbre que golpea en la nuca del hombre flaco y de corbata que nada espera sentado en una banca, el sueño que ha derrumbado a un viejo indigente junto a sus bultos cerca de la frescura penumbrosa del templo, una pareja de sordomudos en su conversación de señas exaltadas, el sol de las tres de la tarde, una música desvencijada que alcanza a escapar de un restorán al otro lado de la calle (un chelo y un piano que se aborrecen mutuamente), las breves y borrosas multitudes que esperan el camión por los flancos oriente y poniente del jardín, el franciscano que cruza acompañado por un perro negro y alegre, los prados moribundos en cuyos centros hay macizos de flores que no tienen flores, la fila de taxis (cinco o seis) que avanza sin moverse.
En la caseta ya fue desplegado el periódico vespertino de esta vez; los adivinadores acarician ya sus deseos (uno piensa, aunque no lo sepa, en hallar las razones para no matarse; otro en la colegiatura de su hija; otro en las llantas que necesita su coche; uno más en abrir una licorería, y el último sencillamente quiere tener el dinero en sus manos, sin saber para qué), dan vuelta a la página en la que viene el cartón político, interrogan con circunspección sus trazos, las manchas de tinta, y al cabo reconocen el 9. Puede que sea un 6, pero no: por la convicción que los mueve, y que ninguno estaría en condiciones de explicar satisfactoriamente, es un 9. Es, además, indiscutible: hace varias semanas que no sale el 9, ni en su adivinación ni en los sorteos. Y proceden entonces, con el temeroso júbilo de quien ve cómo sus deseos están comenzando a materializarse, a reunir el monto para la segunda fase del ritual: el despachador del sitio, esa tarde, comprará el entero de lotería para el día siguiente. Terminado en 9. Es lunes; el sorteo es el martes. Cuando pasa el vendedor y la transacción queda liquidada, el mundo reanuda su marcha. El miércoles, con su fe intacta, se reunirán de nuevo, apenas llegue el periódico vespertino, para cotejar el billete. Es la tercera fase del ritual. La fortuna debe estar averiada, ellos lo saben, y el día que den con la falla decisiva verán que ha sido demasiado tarde: tal vez por eso deseen, secretamente, no descubrirla jamás.
Mientras dura la adivinación, el mundo se detiene. El mundo: el agua de dos fuentes, las altas sombras de los árboles, las latas y los cepillos y los trapos de un bolero que posa ambas manos en su única rodilla, la mujer del puesto de periódicos que hace tintinear las monedas en el bolsillo de su mandil, la pesadumbre que golpea en la nuca del hombre flaco y de corbata que nada espera sentado en una banca, el sueño que ha derrumbado a un viejo indigente junto a sus bultos cerca de la frescura penumbrosa del templo, una pareja de sordomudos en su conversación de señas exaltadas, el sol de las tres de la tarde, una música desvencijada que alcanza a escapar de un restorán al otro lado de la calle (un chelo y un piano que se aborrecen mutuamente), las breves y borrosas multitudes que esperan el camión por los flancos oriente y poniente del jardín, el franciscano que cruza acompañado por un perro negro y alegre, los prados moribundos en cuyos centros hay macizos de flores que no tienen flores, la fila de taxis (cinco o seis) que avanza sin moverse.
En la caseta ya fue desplegado el periódico vespertino de esta vez; los adivinadores acarician ya sus deseos (uno piensa, aunque no lo sepa, en hallar las razones para no matarse; otro en la colegiatura de su hija; otro en las llantas que necesita su coche; uno más en abrir una licorería, y el último sencillamente quiere tener el dinero en sus manos, sin saber para qué), dan vuelta a la página en la que viene el cartón político, interrogan con circunspección sus trazos, las manchas de tinta, y al cabo reconocen el 9. Puede que sea un 6, pero no: por la convicción que los mueve, y que ninguno estaría en condiciones de explicar satisfactoriamente, es un 9. Es, además, indiscutible: hace varias semanas que no sale el 9, ni en su adivinación ni en los sorteos. Y proceden entonces, con el temeroso júbilo de quien ve cómo sus deseos están comenzando a materializarse, a reunir el monto para la segunda fase del ritual: el despachador del sitio, esa tarde, comprará el entero de lotería para el día siguiente. Terminado en 9. Es lunes; el sorteo es el martes. Cuando pasa el vendedor y la transacción queda liquidada, el mundo reanuda su marcha. El miércoles, con su fe intacta, se reunirán de nuevo, apenas llegue el periódico vespertino, para cotejar el billete. Es la tercera fase del ritual. La fortuna debe estar averiada, ellos lo saben, y el día que den con la falla decisiva verán que ha sido demasiado tarde: tal vez por eso deseen, secretamente, no descubrirla jamás.
Publicado en el número más reciente de KY, que pueden conocer íntegro aquí.
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