Yo no sé, como seguramente nadie lo sabe en el mundo, si estamos por presenciar la desaparición del libro tal como lo conocemos —al menos desde que se inventaron los tipos móviles y los primeros ejemplares encuadernados comenzaron a circular. Hace poco tuve ocasión de ver cómo funciona uno de los dispositivos que se han lanzado para contener y leer en ellos bibliotecas enteras: era marca Sony, tenía el tamaño de una libreta (aunque no tan liviano) y consistía básicamente en una pantalla con algunos botoncitos. Su entusiasta dueño, un alumno mío, me pidió que le recomendara qué libros elegir de la lista enorme que el proveedor le había suministrado: varios centenares de títulos de los que podía disponer gratuitamente —bueno, entre comillas, porque el aparatejo ya le había costado 400 dólares. La tarea resultó fácil: fui palomeando rápido todo Shakespeare, todo Dostoievsky, todo Balzac, todo Goethe... Y, claro, todo lo demás: siglos enteros de las literaturas occidentales y orientales, que con sólo dar los clicks indicados se guardarían en la memoria del libro electrónico para estar inmediatamente al alcance y dejarse leer.
Semejante perspectiva —llevar en la mochila una biblioteca que, de consistir en papel, ocuparía varias habitaciones— suena mejor de lo que es: la vertiginosa profusión de posibilidades a las que se tiene acceso mediante un instrumento como el libro electrónico excede, abrumadoramente, las capacidades reales que tiene un lector natural para dar gusto a su afición en esta vida —quiero decir: alguien que, aparte de leer, también tiene que hacer otras cosas, como trabajar, dormir, ver el futbol, lavar la ropa o tomarse una cerveza con los amigos. Pero también, incluso, supera a quienes tienen la lectura como actividad preponderante: no hay longevidad que baste para echar ni siquiera un vistazo superficial a cuantos libros ya están digitalizados y listos para descargarse. Y aunque se antoja suculenta la facilidad con que es posible echar mano de cualquier título que se desee —aunque todavía con limitaciones: todos los libros que mi alumno ya trae en su chunche están únicamente en inglés—, lo cierto es que las dificultades o los azares inherentes a los mejores hallazgos son, muchas veces, lo que los hace memorables y decisivos en la experiencia de todo lector.
Lo cierto es que cada vez me siento más cavernícola con un libro en las manos. Hace poco, Umberto Eco lanzó un nuevo libro, que es precisamente una apuesta por la perdurabilidad del papel sobre la fugacidad y la falibilidad de los soportes electrónicos. «Si tuviera que dejar un mensaje de futuro para la humanidad, lo haría en un libro en papel y no en un disquete», dijo el profesor (demostrando su atraso en la materia: ¡cree que todavía existen los disquetes!). Pero, más allá de los aspectos técnicos de la cuestión, lo que temo es que las razones para seguir prefiriendo los libros a la antigua no sean más que cursilería —que es una de las peores formas de envejecer.
Semejante perspectiva —llevar en la mochila una biblioteca que, de consistir en papel, ocuparía varias habitaciones— suena mejor de lo que es: la vertiginosa profusión de posibilidades a las que se tiene acceso mediante un instrumento como el libro electrónico excede, abrumadoramente, las capacidades reales que tiene un lector natural para dar gusto a su afición en esta vida —quiero decir: alguien que, aparte de leer, también tiene que hacer otras cosas, como trabajar, dormir, ver el futbol, lavar la ropa o tomarse una cerveza con los amigos. Pero también, incluso, supera a quienes tienen la lectura como actividad preponderante: no hay longevidad que baste para echar ni siquiera un vistazo superficial a cuantos libros ya están digitalizados y listos para descargarse. Y aunque se antoja suculenta la facilidad con que es posible echar mano de cualquier título que se desee —aunque todavía con limitaciones: todos los libros que mi alumno ya trae en su chunche están únicamente en inglés—, lo cierto es que las dificultades o los azares inherentes a los mejores hallazgos son, muchas veces, lo que los hace memorables y decisivos en la experiencia de todo lector.
Lo cierto es que cada vez me siento más cavernícola con un libro en las manos. Hace poco, Umberto Eco lanzó un nuevo libro, que es precisamente una apuesta por la perdurabilidad del papel sobre la fugacidad y la falibilidad de los soportes electrónicos. «Si tuviera que dejar un mensaje de futuro para la humanidad, lo haría en un libro en papel y no en un disquete», dijo el profesor (demostrando su atraso en la materia: ¡cree que todavía existen los disquetes!). Pero, más allá de los aspectos técnicos de la cuestión, lo que temo es que las razones para seguir prefiriendo los libros a la antigua no sean más que cursilería —que es una de las peores formas de envejecer.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de junio de 2009.
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7 comentarios:
A ti que te leo desde un medio electrónico te digo que me encantó esta columna, fue muy digerible y actual.
¡Vaya agilidad!
Aunque eso de la vejez no me emocionó y es que cómo me dices viejo... Debo confesarte que cómo tu disfruto mucho más un libro que el monitor de mi computadora.
Habría que revisar las matrices culturales que a través de la tecnologia permiten la producción de nuevas concepciones de literatura.
Saludos Isra, se extraña tu clase!
Pero qué caso tiene no llenarse los dedos de tinta, no oler los libros, no sentir su pasado.
Quizá sea un romántico o un terrorista a la naturaleza, pero voto porque no acaben con los libros impresos.
Muy buen artículo, José Israel!! Yo me siento bien en ambos lados, en la cursilería de lo impreso y en la funcionalidad de las nuevas tecnologías.
Saludos!!
La "biblioteca perfecta" es como diseñar con palomeos a la mujer perfecta: al final no va a funcionar. Yo aún confío en el azar que hace que los libros físicos igual nos encuentren cuando no los buscamos. Un saludo.
En desacuerdo: Asumo mi cursilería.Me quedo con la tinta y el papel. Por cierto, hace una semanas deje mi palm (que ya me parecía un chunche) y regresé a las libretas de bolsillo para llevar mis datos, agenda y apuntes. Resultó que el cambio fue más fácil y benéfico de lo que esperaba, me quité el estress de andar buscando un conector eléctrico para cargarle la batería. La libretita no me pide nada y me da mucho.
Gracias por tu columna semanal, en serio la disfruto.
Quiero aprovechar este espacio para exigir que regresen los chocolates Toblerone a Cinépolis.
Asimismo estimo inaceptable eso de los pergaminos, mira que usar la piel de las bestias en lugar de nuestro hermoso papiro. Sólo falta que a algún bárbaro de la Germania se le ocurra usar sellos y, con ellos, escribir las copias sin usar la mano de nuestros escribas.
Habráse visto.
ÉM
PD El amor a la cosa tiene otro nombre. También lo comparto. ¿quién no?
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