Bien lo dice el tango: «que el mundo fue y será una porquería ya lo sé». Pero si uno ya lo sabe, y si además abundan los recordatorios diarios —el perrito jodón del vecino, las carotas de los candidatos en los espectaculares, la omnipresencia de la burocracia, la carestía, el calorón y, en general, la mera existencia del prójimo majadero, vaya a pie, en coche, en moto o como sea—, ¿qué necesidad hay de vernos bombardeados con más comprobaciones odiosas y, sobre todo, no pedidas? Comprendo que haya informaciones horribles de las que no tiene sentido esperar salvarse: el incendio de la guardería, el avión desaparecido, las idioteces de las campañas electorales, los desastres financieros, la corrupción, las matanzas, las vergüenzas que pasa la Selección: los acontecimientos que dan forma a ese sucedáneo de la realidad que es la realidad noticiosa, y de los que más vale estar al tanto, quizás para formarse una opinión —cosa más bien inservible—, tomar alguna decisión llegado el momento o, al menos, para imaginarse a dónde correr. Pero hay una gran diferencia entre conocer esas noticias y tener, como yo tuve esta semana, que estar enterándose de algo que habría sido preferible ignorar (porque maldita la falta que hacía enterarse, básicamente).
La cosa es que se murió Kunfú. Nótese: que yo le diga así, «Kunfú», al actor David Carradine, significa que me quedé con el nombre (erróneo) con que mi infancia lo marcó, gracias a su participación en la serie televisiva que así se llamaba —bueno: Kung Fu, separado— y en la que él salía de Kwai Chang Caine. Era un monje shaolin que viajaba por Estados Unidos con el propósito de hallar a su hermano, y para ello (no puedo ser del todo preciso: la serie data de comienzos de los años 70, y la habré visto muy tiernito) tenía que abrirse paso poniendo en práctica el dominio de las artes marciales que había aprendido en China. (La verdad es que a mi recuerdo del personaje y de sus aventuras se sobrepone el de Los Polivoces, que hacían la parodia insuperable: Caine —el Pequeño Saltamontes— iba a consultar a su maestro: entre un montón de veladoras, Manzano, rapado y vestido de karateca, hacía la pregunta, reverente y azorado; Cuenca —barbita sabia y los ojos en blanco— respondía alguna sandez, y luego el primero se retiraba lanzando patadas. «Maestro», le preguntó el Pequeño Saltamontes una vez, «¿nosotros somos monjes lamas o monjes chupas?»).
Apenas empezaba a consternarme por la muerte de esa presencia de mi infancia —me pudo, qué caray—, cuando supe las circunstancias. Maldición. Y aunque entiendo la rentabilidad del escándalo (ahora se dice que en realidad a Carradine lo mató una secta secreta; le va a hacer una autopsia el «forense de los famosos», el mismo que abrió el cadáver de Anna Nicole Smith; sus exesposas se dan vuelo contando las aficiones del muerto), no puedo sino preguntarme por qué diablos tenía yo que saber todo eso. Tal vez lo único que pedimos los cascarrabias sea un poco de discreción.
La cosa es que se murió Kunfú. Nótese: que yo le diga así, «Kunfú», al actor David Carradine, significa que me quedé con el nombre (erróneo) con que mi infancia lo marcó, gracias a su participación en la serie televisiva que así se llamaba —bueno: Kung Fu, separado— y en la que él salía de Kwai Chang Caine. Era un monje shaolin que viajaba por Estados Unidos con el propósito de hallar a su hermano, y para ello (no puedo ser del todo preciso: la serie data de comienzos de los años 70, y la habré visto muy tiernito) tenía que abrirse paso poniendo en práctica el dominio de las artes marciales que había aprendido en China. (La verdad es que a mi recuerdo del personaje y de sus aventuras se sobrepone el de Los Polivoces, que hacían la parodia insuperable: Caine —el Pequeño Saltamontes— iba a consultar a su maestro: entre un montón de veladoras, Manzano, rapado y vestido de karateca, hacía la pregunta, reverente y azorado; Cuenca —barbita sabia y los ojos en blanco— respondía alguna sandez, y luego el primero se retiraba lanzando patadas. «Maestro», le preguntó el Pequeño Saltamontes una vez, «¿nosotros somos monjes lamas o monjes chupas?»).
Apenas empezaba a consternarme por la muerte de esa presencia de mi infancia —me pudo, qué caray—, cuando supe las circunstancias. Maldición. Y aunque entiendo la rentabilidad del escándalo (ahora se dice que en realidad a Carradine lo mató una secta secreta; le va a hacer una autopsia el «forense de los famosos», el mismo que abrió el cadáver de Anna Nicole Smith; sus exesposas se dan vuelo contando las aficiones del muerto), no puedo sino preguntarme por qué diablos tenía yo que saber todo eso. Tal vez lo único que pedimos los cascarrabias sea un poco de discreción.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de junio de 2009.
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5 comentarios:
A veces vale la pena enterarse, sobre todo cuando, más allá de la nota periodística mal escrita, buscadora del escándalo, encontramos algo bien redactado, con datos menos célebres pero más interesantes. Como es el caso (además de tu post, estimado José Israel), de este texto de Fresán dedicado al saltamontes:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-5347-2009-06-11.html
Bien triste. Yo amaba a ese hombre.
Me chuté la primera temporada de su serie en la primer semana del encierro...
Si ya hasta tengo amaestrado a mi hijo putativo para que conteste "yes master" cuando yo llamo al pequeño saltamontes a gritos...
Triste, triste
"Los inmorales nos han igualao.
Si uno vive en la impostura
Y otro roba en su ambición,
Da lo mismo que si es cura,
Colchonero, rey de bastos,
Caradura o polizón".
Qué buenos eran los polivoces
Y después de ver la foto me quedé ooorale con este sujeto. Pero me caía bien.
Pero después de esto, que buenos eran los polivoces ehh.
Acuérdese, mi estimado, que el signo de los tiempos (apocalípticos) es, precisamente, la postulación de la intimidad como espectáculo.
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